jueves, 16 de junio de 2011

La Partida del Cura Santa Cruz y su Bandera



"BERTSOS" DEDICADOS AL CURA SANTA CRUZ
Pello URQUIOLA CESTAU (Leiza, Navarra), agosto de 2009

Apez burrukalari bateri yarritako bertsoak.


Bertso batzuk yarri nai dazkiot
Manuel Ignazio Santa Cruz Apezari.

Guipuzkoako Elduayen-nen yayoa
Karlixte aundi bat zenari.

Idatzi batzun bidez izautzen dot
Ekusmiñe aundie diot berari.

Irakurritakoz burrukalari aundie zen
Irabazten zioana ia denari.


Santa Cruz Apezari.


Zer pentsatzeko asko ematyen diezo
Ezdakit zore aurka edo alde abestu.

Eskutan beiñe ibilligabeko abere askori
Yarri dazkiozo ainbat kaprestu.

Zore aurka muitzenzien etsai guziri
Lepotik artuz larri te estu.

Gaur eun karlismoa aurrea eamatyeko
Zu bezelako bat zori txarrez eztu.


Santa Cruz Apezari
.

Koartelik gabeko euneroko burruka artan
Errezatzenziñion mendiko arkaitzeri.

Etziñion iñongo bildurrik izaten
Zore etsai eta neguko ekaitzeri.

Bildur pixkoat bakarrik ziñion
Jaungoiko guzialdunan itzeri.

Gauz baten bere antza re baziñun
Mezi zuna eman ziñion bakoitzeri.


Santa Cruz Apezari.


Burrukarako arma gutxi erosten ziñuzen
Etzen dirurik edo ez nai patzera.

Etsaie menperatutekoan lortzen zienak
Etziñuzen ez uzten galtzera.

Aukerarik gutxina ekusten ziñunen
Etziñun ityen atzera.

Trenatatik azkar lapurtzen ziñuzen
"Oesteko" pelikulatan antzera.


Zore ikur Beltzari.


Ikur beltz bildurgarri bat baziñun
Buru ezur batekin bixten.

"Koartelik gabeko burruka" alde batetik eta
"Irabazi edo ill" idatzikin kolore gorrixten.

Aurrera alditan bildue eramatyen ziñuen
Bakarrik zabaldute erritara irixten.

Ikur orrek zenbat yende ekusi ote zun
Betireko beren begik ixten.


Santa Cruz Kolombian misionero.


Kolombian misionero iñ ziñuzen
Zore azkeneko urtek eta eunek.

Karlixten arteko odola sayestu ziñun
On artutzen dizot gaur neonek.

Zore ondoko karlixtek iruzur iñ zizuen
Geienbat Lizarraga "general" Jaunek.

1926ko aoztun 10en ill ziñenezkeroztik
Elkarrekin bizizatea zerun karlixte launek.




"EL CURA SANTA CRUZ"  
Ignacio ROMERO RAIZÁBAL


Ignacio Romero Raizábal, "Cancionero Carlista". Dibujos de J. Colongues Cabrero y X. Potipán. 2ª edición. Editorial Española. San Sebastián, 1938.



"HOMENAJE AL CURA SANTA CRUZ Y A SUS VOLUNTARIOS"
Jaime del BURGO TORRES

Santa Cruz era un cura
de espíritu impaciente
que en su parroquia siente
deseos de luchar,
y forma una partida
de mocetones vascos,
fuertes como peñascos,
de bravo guerrear.
No quiere gente débil
ni cobardes admite
que en el primer envite
puedan retroceder.
Sus hombres son tan fieros
que no temen a la muerte,
y él, antes les advierte
que tienen que vencer.
Posee un aguerrido
conjunto de oficiales,
que llevan las señales
de su Estado Mayor,
mas, no son figurines,
ni son fules soldados,
que todos han sus grados
ganado con valor
en sangrienta pelea
que porfiada y dura,
resistió la armadura
de su entusiasta fe,
o bien cayendo heridos,
en gestas de leyenda
ganando su encomienda
de una muralla al pié.
Santa Cruz era un cura
guerrillero carlista
del entusiasmo artista
maestro en el luchar.
Y son sus voluntarios
diamantes de heroísmo,
soldados del Carlismo,
baluartes del altar".

Jaime del Burgo. "Veteranos de la Causa". Editorial Española, S. A. San Sebastián, 1939.



PRÓLOGO
Miguel AYUSO TORRES

Manuel Santa Cruz Loydi, sacerdote guipuzcoano, temible guerrillero carlista en la tercera guerra, finalmente misionero en las montañas novogranadinas de Pasto, se halla entre esos grandes caracteres que levantan adhesiones inquebrantables y odios africanos. Iñigo Pérez de Rada, de la estirpe de los marqueses de Jaureguízar, bien conocido por su generoso empeño de custodiar la tradición carlista en sus recuerdos a través del museo que ha levantado en Tabar, en estas páginas llenas también de recuerdos, reconstruye la discutida y apasionante peripecia del cura Santa Cruz. Que hasta el día de hoy sigue sin dejar indiferente. Su pugnacidad sin cuartel y su entrega generosa, en la guerra y en la paz, le hacen modelo de soldado y cristiano. Si en lo primero hubo exceso no es fácil juzgarlo. Desde luego que no sólo sus superiores, sino el propio Rey Don Carlos VII, así lo concluyeron. En todo caso parece que lo trascendió con la segunda.
En febrero de 2005 tuve el honor de acompañar a S. A. R. Don Sixto Enrique de Borbón en su viaje a Pasto. Recuerdo la llegada a ese aeropuerto diríase que milagrosamente abierto entre montañas, como la aún más dificultosa salida. Recuerdo también la simpatía del nutrido grupo, con el presidente de la Fundación Manuel de Santa Cruz a la cabeza, que quiso agasajar al sucesor de aquel Abanderado de la Tradición a quien Santa Cruz sirvió siempre abnegada aunque en ocasiones indisciplinadamente. Recuerdo la catedral de la ciudad, donde se guarda memoria de Agustín Agualongo, el último y mestizo caudillo realista durante la guerra de secesión erróneamente llamada de independencia, y del santo obispo carlista Ezequiel Moreno. Pero, sobre todo, recuerdo la visita al poblado de San Ignacio, donde don Manuel Santa Cruz vivió los últimos años de su vida entregado a la evangelización de los pobres. Porque es difícil de olvidar el escarpado trayecto a través de valles montañosos que, aunque algo más abiertos que los guipuzcoanos, habían de evocar al clérigo los suyos natales. Como impresiona la presencia de don Manuel en todos los rincones y en todos los habitantes de la aldea. Precisamente con todos ellos reunidos, en la iglesia que él erigió, el padre José Ramón García Gallardo, de acrisolada lealtad carlista, que también acompañaba a Su Alteza, revestido de los ornamentos del cura Santa Cruz, celebró la Santa Misa en el rito de siempre, en el que ofreció todas y cada de una de sus Misas el cura Santa Cruz, y predicó desde el mismo púlpito. Las gentes, sencillas y dignas en su pobreza, saludaron con respeto al Duque de Aranjuez, pues eran conscientes de quién les visitaba, arremolinándose luego en su torno, y del padre José Ramón, para hacerse unas fotografías que no puedo mirar sin emoción. Aunque para emoción la de los últimos supervivientes que de niños conocieron a don Manuel, cuando en un pueblo cercano a San Ignacio recibieron también la visita de Don Sixto.
Gracias a estas páginas de Iñigo Pérez de Rada la figura de Manuel Santa Cruz, desfigurada tanto por enemigos de toda laya como de diversos falsos amigos, vuelve a situarse donde debe. En la grande, belicosa y, a veces, piadosa familia del Carlismo.



La Partida del Cura Santa Cruz y su Bandera
Iñigo PÉREZ DE RADA CAVANILLES

RESUMEN

La Partida del cura Santa Cruz, levantada por el sacerdote guipuzcoano D. Manuel Santa Cruz y Loydi (1842-1926) fue una de las más afamadas unidades de guerrilleros que combatieron durante la 3ª guerra Carlista, desde su creación en mayo de 1872 hasta su disolución a mediados de diciembre del siguiente año, cuando su jefe toma el definitivo camino al exilio, perseguido por liberales y antiguos correligionarios carlistas.
Aquí se presentan los hechos acaecidos durante este periodo, así como la reproducción fotográfica inédita* de la Bandera negra utilizada por la Partida, que pertenece por derecho propio al acervo cultural vasco-navarro.
(*) La Bandera fue reproducida en el folleto “Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona”, de Dolores Baleztena -Temas Españoles nº 205, Ed. “Publicaciones Españolas". Madrid, 1955- y en la obra "Ikurriña: Cien años de historia", de Iñaki Egaña -Ed. Txalaparta. Tafalla, 1994, que publicaba una fotografía de la histórica enseña realizada en 1991 por Luis Sorando Muzás en el caserón pamplonés de la familia Baleztena-. En ambos casos únicamente se mostraba el anverso -o faz principal- permaneciendo inédito hasta ahora el reverso, en el que se encuentra la leyenda "VICTORIA Ó MUERTE", por haberse cosido sobre esa faz en época interdeminada un lienzo de color crudo con el objeto de proteger la enseña en su conjunto. Para realizar las fotos aquí mostradas se removió la tela protectora.

La figura señera del cura Santa Cruz (1) aúna su dimensión histórica con la literaria. Grandes autores de la Literatura española pertenecientes a la Generación del 98 se aproximaron al personaje incluyéndolo en algunas de sus obras: Ramón Mª del Valle-Inclán, Miguel de Unamuno y Pío Baroja fueron seducidos por el recuerdo del guerrillero guipuzcoano, aunque tratado de muy diferente suerte, en gran medida condicionados por el grado de simpatía o animadversión con que cada uno de los tres escritores percibía el carlismo. Mientras que Baroja (2), aborrecedor manifiesto de todo lo carlista, no iba a perder ocasión para tratar de deslustrar a su paisano, Valle-Inclán por medio de su alter ego el marqués de Bradomín se autoproclama carlista por estética, llegando a asegurar que "el carlismo tiene para mí el encanto solemne de las grandes catedrales", y Unamuno, a pesar de su tendencia liberal, no disimula su dilección por un sacerdote ultramontano reconvertido en guerrillero que supo organizar y mandar una formidable Partida armada que mientras estuvo operativa puso en jaque al aparato militar gubernamental en Guipúzcoa y noroeste de Navarra.
Así pues Valle-Inclán nos lo presenta como “fuerte de cuerpo y menos que mediano de estatura, con los ojos grises de aldeano desconfiado y la barba muy basta, toda rubia y encendida. Su atavío no era sacerdotal, ni guerrero. Boina azul muy pequeña, zamarra al hombro, calzón de lienzo y medias azules bajo las cuales se cubría el músculo de sus piernas. Aquel cabecilla sobrio, casto y fuerte, andaba prodigiosamente y vigilaba tanto, que era imposible sorprenderle. Los que iban con él contaban que dormía con un ojo abierto, como las liebres” (3). El cabecilla vascongado, alejado de la concepción formal de la guerra con sus ejércitos regulares y aparato administrativo, no ambicionaba charreteras, títulos ni honores, sólo pretendía combatir a su manera sin rendir demasiadas cuentas a sus más inmediatos superiores jerárquicos, y que éstos le concedieran un razonable grado de independencia operativa. “Quería reunir bajo su mando todas las partidas guipuzcoanas, y realizar el sueño que tuvo una mañana inverniza, al salir con tres hombres de su iglesia de Hernialde. Iba a ser solo. Haría la guerra a sangre y fuego, con el bello sentimiento de su idea y el odio del enemigo. La guerra que hacen los pueblos cuando el labrador deja su siembra y su hato el pastor. La guerra santa que, está por encima de la ambición de los reyes, del arte militar y de los grandes capitanes” (4).
El Santa Cruz abordado por Unamuno es eminentemente literario, tratando al cabecilla como figura legendaria, mítica, fabulosa inclusive. Al menos así se le antojaba a "Ignacio", protagonista de "Paz en la guerra": "¡Aquí está el cura Santa Cruz!, oyó uno de aquellos días al entrar en Elorrio, y sintió al oírlo el anhelo de un niño que va a ver el oso blanco, porque el país entero resonaba con la fama del cura de Hernialde, guerrillero legendario ya, de quien se contaban hazañas estupendas, tan exaltado por unos como por otros denigrado. Su paso era el del terror, al sentirlo temblaban cuantos por algo se distinguían en el pueblo, mientras éste le aclamaba frenético. Corría de boca en oído y de oído en boca la vida de aquel gato montés; cómo el 70, cuando iban a prenderle al acabar la misa, huyó disfrazado de aldeano; cómo volvió a ser preso a raíz del convenio de Amorebieta, y de nuevo se fugó descolgándose por un balcón, y tras doce horas en un jaral, junto al río; y cómo el 2 de diciembre había repasado la frontera con cincuenta hombres, que creciendo cual bola de nieve, sembraban el terror por dondequiera, recorriendo valles y montañas, cruzando ríos en crecida, dejando surco de fusilamientos. Burlando al enemigo que pregonara su cabeza, hacía la guerra del terror por su cuenta, rebelde a toda disciplina, concitando odios de blancos y de negros, sumariado por el santurrón de Lizárraga, que le llamaba corazón de hiena y rebelde de sacristía.
Oíase ¡viva la religión! ¡viva Santa Cruz!, mientras corría el pueblo a agolparse a su paso. Eran unos ochocientos hombres, en cuatro compañías, ágiles muchachos con sello de contrabandistas, sobre cuyas cabezas ondeaba al viento una bandera negra en que con letras blancas se leía sobre una calavera: -Guerra sin cuartel-, y otra roja con el lema -Antes morir que rendirse-
(5); y otra más.
Bajo aquella visión, y dándole alma, palpitaban en el espíritu de Ignacio forcejeando por subir a su conciencia, el lejano recuerdo de José María en Sierra Morena, y en la misma nube confusa de este recuerdo, con él enredados, los de Carlomagno acuchillando con sus doce pares turbantes, cotas y mallas de acero; el gigantazo Fierabrás, torre de huesos; Oliveros de Castilla, y Artús de Algarbe, el Cid Ruy Díaz, Ogrier, Brutamonte, Ferragús y Cabrera con su flotante capa blanca. Todo esto en pelotón, sin él darse de ello cuenta clara, llenándole el alma del rumor silencioso de un mundo en que viviera antes de haber nacido
[...] Aquello era algo antiguo, algo genuinamente característico, algo que, en consonancia con el ámbito montesco, encarnaba el vago ideal del carlismo popular; aquella era una banda, no el embrión de un ejército imposible; aquellas fuerzas parecían brotar de los turbulentos tiempos de las guerras de bandería.
¡Viva
Santa Cruz!, ¡viva el cura Santa Cruz!, ¡viva la religión!
-¿Es el que va a caballo?- preguntó Ignacio. -No, ése es el secretario, es el de al lado, el del palo.
Un hombre de frente estrecha, pelo castaño, barba rubia y taciturno continente. Pareciendo no oír las aclamaciones del pueblo, mirábale con indiferencia, conduciendo vigilante sus cachorros, apoyado en un palo largo y sin más armas que un revólver bajo su americana cenicienta. Los remangados calzones de hilo azul descubrían las piernas del infatigable andarín, calzado de alpargatas.
Entre los ¡viva Santa Cruz! ¡viva la religión! ¡vivan los fueros!, oyóse un vergonzante ¡abajo Lizárraga!, mientras el cura, sin volver la cara velaba a su gente.
Aquella tarde pudieron oír las hazañas del cura cabecilla de labios de sus voluntarios, para los cuales no había ni más listo, ni más valiente, ni más bueno, ni más respetuoso, ni más serio que aquel hombre de pocas palabras, que se paseaba solo horas enteras, y que cuando mandaba no había chico que se atreviese a mirar cara a cara aquellos ojos en el rostro lleno de barba, bajo la boina; hombre que con toda calma daba órdenes de fusilamiento. No, no se podía hacer la guerra como quería el santurrón de Lizárraga, con cataplasmas y novenas, había que ahorrar sangre propia, y no escatimar la ajena; ¡escarmiento! Si no fusilaban serían fusilados. Y el cura hacíalo con razón, y dando media hora al condenado para que se pusiese a bien con Dios. Solía explicar a los chicos la causa del castigo, arengándoles entonces; por éste habianse perdido tres chicos, por el parte de aquella habían sido apresados cuatro, por la traición del otro se perdieron tales y cuales, y los chicos, al preguntarles si estaban conformes con el fallo, contestaban -¡Si, señor!-. (¡Bay, jauná!).
[...] Era duro, sí, era duro con el que se lo merecía, con el enemigo, pero con los suyos, severo y bueno. Había hecho fusilar a uno por robo, y ¡ojo con propasarse con las mujeres!, en esto era inflexible. Jamás le conocieron flaquezas de tal calaña, ni las mujeres le ablandaban; llegó hasta hacer fusilar a una embarazada. Y no había peligro de sorpresa con aquel hombre siempre alerta, que dormía al aire libre, se pasaba las noches en el balcón de las casas de los curas en que se alojaba, y traía en pie a todos. Un jovencito recordaba que una noche, estando de centinela, y adormilado, le despertó como de una pesadilla, con una gran palpitación, una voz que le llamaba -¡Eusebio!-, y púsose a temblar ante el cura, que no le dijo sino: -¡Cuidado con otra!-. No volvió el sueño a atreverse con él.
En los intentos del cabecilla nadie penetraba; recibía sólo a sus muchos confidentes, y daba orden de marcha sin que supiesen adónde, yéndose por montes y encañadas, alguna vez con la nieve hasta las rodillas, maldiciéndole, amenazándole tal vez, y él con su palo ¡ala, ala!, ¡adelante!, seguro de que al tirarse por un precipicio se tirarían tras de él los que le seguían murmurando. ¿Qué iban a hacer sin él? Y así cansaba al enemigo y a las cuatro columnas de miqueletes que perseguían su cabeza puesta a precio.
[...] Aquí la cosa es cansarles, molestarles, no dejarles vivir, y cuando se nos vienen encima, como el azogue, desparramarnos para juntarnos luego, y volver a no dejarles vivir. Así se cansarán. Lizárraga quiere quitar a don Manuel los chicos y entregarnos, quiere que le demos nuestro cañón... ¡Bastante tienen para fantasear con el que han cogido en Eraul!.
[...] Al poco vieron al cura. Una madre se lo enseñaba a su hijo, y una anciana se santiguó al verle. El pueblo todo seguía con ojos de cariño a aquel vaso de sus rencores, a aquel hijo del campo que sobrenutrido y en vida de ociosidad en la aldea, y apartado de todo trato carnal, dejó escapar por la fría crueldad el sobrante de su fuerza vital.
Aquel hombre de otros tiempos, con su hueste medieval, le revolvió a Ignacio el fondo, también de otros tiempos, del alma, el fondo en que dormía el espíritu de los abuelos de sus abuelos"
(6).
El retrato ofrecido por Pío Baroja de su conterráneo es más psicológico, procurando hacerlo odioso al lector: “Llevaba éste la boina negra inclinada sobre la frente, como si temiera que le mirasen a los ojos; gastaba barba ya ruda y crecida, el pelo corto, un pañuelo en el cuello, un chaquetón negro con todos los botones abrochados y un garrote entre las piernas. Aquel hombre tenía algo de esa personalidad enigmática de los seres sanguinarios, de los asesinos y de los verdugos; su fama de cruel y de bárbaro se extendía por toda España. El lo sabía y, probablemente, estaba orgulloso del terror que causaba su nombre. En el fondo era un pobre diablo histérico, enfermo, convencido de su misión providencial. Nacido, según se decía, en el arroyo, en Elduayen, había llegado a ordenarse y a tener un curato en un pueblecito próximo a Tolosa. Un día estaba celebrando misa, cuando fueron a prenderle. Pretextó el cura el ir a quitarse los hábitos, y se tiró por una ventana y huyó y empezó a organizar su partida.” (7).
Tampoco quiso Benito Pérez Galdós sustraerse a la tentación de referirse a nuestro personaje en uno de sus "Episodios Nacionales", aunque sea brevemente, acusándolo de "vendido", arbitraria e injusta percepción bastante generalizada que en ambos campos se tenía de algunos jefes carlistas (8): "Mi parecer es que el primer pez á quien hemos de echar el anzuelo es el cura Santa Cruz, poniéndole una buena carnada de diez ó quince mil duros.
-Bastará con diez. Ya te diré yo cuál es el terreno en que opera ese forajido, allá entre Tolosa, Betelu y la parte de Vera.
-Mi opinión...¿á ver qué te parece?...es ofrecerle á Santa Cruz los diez mil duros, dárselos, y en cuanto veamos que se los mete en el bolsillo, cogerle, fusilarle, y en seguida quitarle el dinero, que puede servirnos para otro.
-¡Muy bien, Tito: qué talento el tuyo!- exclamó Chilivistra navegando por el piélago inmenso del desatino. -Pero fíjate, debemos ir primero contra los peces gordos. Si se consigue pescar á Dorregaray con cuarenta y cinco mil duretes, á Castor Andéchaga con veinticinco mil, y á otros tales, habremos hecho más que cogiendo en la red á los bicharracos de menor cuantía...¡Ah! Pero ahora caigo en que ante todo tenemos que avistarnos con el Administrador de Rentas de Vitoria para que nos entregue..."
(9).
A estas semblanzas de Santa Cruz hemos de sumar otra más antigua, en la que se basan las primeras, realizada por Francisco Hernando, un oficial carlista que había acompañado al comandante militar de Guipúzcoa, general Lizárraga -que envidiaba tanto los éxitos como reprobaba la indisciplina y métodos expeditivos del cura- a la entrevista que sostuvieron el general y el sacerdote en Lecumberri el 8 de mayo de 1873: "Durante aquella escena yo, que tenía grandes deseos de conocer al héroe popular, al que la fama atribuía grandes prodigios, no quité la vista de Santa Cruz. Hallé que era este hombre de mediana estatura, más bien bajo que alto, de robusto cuerpo, facciones pronunciadas, frente estrecha, pelo castaño, barba rubia, desgarbado porte y maneras rudas y vulgares. Su mirada vaga y extraviada prestaba á su fisonomía un marcado tinte de desconfianza y recelo, y la expresión seca y dura de su semblante acababan de darle un carácter sombrío y nada simpático á primera vista. Santa Cruz vestía un traje que no era sacerdotal ni guerrero; componíase de boina azul oscura, muy pequeña, chaqueta de paño del mismo color, calzón corto y ancho, gruesas medias azules que cubrían sus robustas piernas, y alpargatas por todo calzado. Como de costumbre, no llevaba arma ni insignia alguna, sino un grueso palo en el que se apoyaba durante las marchas.
Aquél hombre robusto, fuerte, sombrío, andaba prodigiosamente; apenas dormía, y vigilaba tanto, que era imposible sorprenderle. Había entrado en campaña el primero; se había sostenido en los montes con una partida de 30 hombres, y esto porque él representaba el principio de la dureza en la guerra, había logrado gran popularidad entre cierta gente.

Santa Cruz, que no tenía más dotes militares que la actividad y cierta astucia hija de su desconfianza, no comprendía la benevolencia con los enemigos, sino el castigo y la dureza como sistema. Por esta senda le empujaban algunos de sus adláteres, diciéndole que era lo que más gustaba al pueblo; y como ni Carlos VII ni sus generales querían seguirla, Santa Cruz se propuso vivir solo, hacer la guerra á su modo, é imponer su sistema á todos. Más popularidad que él tenía Radica en Navarra y Goiriena en Vizcaya; pero estos jefes se sometieron desde el principio á la autoridad, y ayudaron con su influencia á Ollo y á Velasco.
Santa Cruz, por el contrario, se propuso mandar solo, creyendo, indudablemente de buena fe, que él hacía la guerra mejor que nadie; asi que, desde que se empezaron á levantar fuerzas en Guipúzcoa, todo su afan consistión en reunirlas bajo su mando.
Aunque el primero en levantarse en armas, no era Santa Cruz por su talento, por su posición, ni por su popularidad el primero de los jefes carlistas de Guipúzcoa
" (10).

Cartel de entrada a la población de Elduayen

Casa natal de Santa Cruz










 









D. Manuel Ignacio Santa Cruz y Loydi vino al mundo el día 23 de marzo de 1842 a las cinco de la mañana en el caserío denominado “Samoa” o "Zamonea" sito en Elduayen, Guipúzcoa, siendo bautizado ese mísmo día en la iglesia parroquial de su pueblo natal. Era hijo de Francisco Antonio Santa Cruz Sarobe -natural de Elduayen- y de Juana Josefa Loydi Urrestarazu -nacida en Amezqueta-, quienes contrajeron matrimonio en Elduayen el 4 de mayo de 1824. Fruto de esta unión lo fue también Josefa Ignacia, alumbrada en 1836. El progenitor, nacido en 1784, tomó las armas por Don Carlos V en la 1ª Guerra Carlista y murió el 23 de julio a los cuatro meses de nacer Manuel. La viuda casó en segundas nupcias con Juan Ignacio Betelu Muñagorri (11) en 1846, falleciendo el 14 de noviembre de 1871 a los sesenta y ocho años de edad (12).
La partida de bautismo del que llegaría a ser renombrado guerrillero carlista reza como sigue: "Día 23 de Marzo de 1842, yo el infraescrito Rector de la Parroquia de Santa Catalina de esta villa de Elduayen, bauticé en esta mi Parroquia un niño que dijeron haber nacido a las cinco de la mañana del mismo día, hijo legítimo y de legítimo matrimonio de Francisco Antonio de Santa Cruz, natural de esta villa de Elduayen, y de Juana Josefa Loidi, natural de la villa de Amézqueta, su mujer, mis feligreses; se le puso por nombre Manuel Ignacio. Abuelos paternos Pascual de Santa Cruz, ya difunto, natural de la villa de Andoáin, y de María Bautista de Sarove, ya difunta, natural de ésta, de Elduayen. Los maternos Miguel Ignacio Loidi, natural de la villa de Amézqueta y de María Ignacia de Urrestarazu, natural de la villa de Orendáin" (13).


Iglesia de Elduayen y la pila bautismal donde fue
cristianizado Manuel Santa Cruz; Padre Sasiain.

Su primo y mentor, el Padre D. Francisco Antonio Sasiain y Santa Cruz (14), deseando despertar en el joven Manuel la vocación sacerdotal, lo lleva a Tolosa con el objeto de instruirlo en humanidades, latín y retórica. Con 19 años (15) marcha a Vitoria a realizar sus estudios en el seminario. Una vez ordenado sacerdote en 1866 pasará primero como coadjutor y luego como párroco a ocuparse del curato guipuzcoano de Hernialde, en donde, a tenor de los acontecimientos políticos acaecidos en España en las postrimerías del reinado de Isabel de Borbón, caracterizado por la inmoralidad y la corrupción, y el advenimiento de la Revolución de 1868 “don Manuel se agitaba en su parroquia como un león enjaulado. Desde lo alto de las rocas de su valle, veía fraguarse la tormenta y en su espíritu repasaba todas las proezas de Zumalacárregui, el famoso caudillo de la primera guerra. Su genio militar se despertaba y con certero golpe de vista abarcaba todo el país con sus valles cerrados, sus puertos, sus gargantas, sus riscos inaccesibles, y lo veía como una inmensa ratonera cuajada de cepos para atrapar liberales. Todos los lineamientos de la guerra de partidas, de su guerra, se dibujaban en su cerebro con claridad meridiana. Por lo demás, jamás creyó Santa Cruz que al desempeñar su papel hacía nada anormal, nada que se opusiese a su papel de sacerdote. En todo el territorio vasco, el clero formaba partidas; los ejemplos abundaban: don Manuel Galbino, cura de Oyarzun, fue un infatigable organizador de ellas. Muñagorri, don Pedro Leñara Lasarte, Macazaga, cura de Orio; Canaecheverría, Solio, Mekobalde, y en Vizcaya el ex jesuita Gorriena, sin mentar otros sacerdotes de Toledo, Astorga, Ávila y Cataluña, alistaban soldados y los llevaban al combate. La causa de don Carlos era para ellos la causa de Dios” (16).


Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora de Hernialde y su artístico retablo ante el que Santa Cruz celebraba Misa.



La plaza de Hernialde está dedicada al cura Santa Cruz (Santa Cruz Apaizaren Enparantza).


Don Manuel Santa Cruz en 1870
"El 6 de Octubre de 1870, el cura Santa Cruz, párroco de la localidad guipuzcoana de Hernialde escapa en el momento de su detención y se refugia en Bayona durante 18 meses. Allí es donde el fotógrafo de procedencia parisina Ferdinad Bérillon, le retrata. La imagen distribuida entre sus partidarios, en forma de carte de visite, es la única que se conoce del clérigo sin barba. Esta misma fotografía, en forma de grabado, fue reproducida por la revista La Ilustración Española y Americana del veinticuatro de abril de 1873". Juantxo Egaña http://juantxoegana.blogspot.com.

Tras la muerte de Fernando VII en 1833 se inició en la tradicionalmente católica España una concatenación de leyes y disposiciones de índole laicista, entre las cuales sobresalía por su importancia la llamada desamortización de Mendizábal. ¿Cómo iba el párroco de Hernialde abstraerse del aluvión de acontecimientos propiciados ahora por el Sexenio Revolucionario, que tanto perjudicaban a la Iglesia? Desde Madrid el Gobierno, entre otras medidas, suprimió la Compañía de Jesús; propició la libertad de culto y enseñanza; cerró aquellos conventos fundados a partir de 1837 incautándose de sus bienes, mientras redujo el número de los existentes hasta la mitad; frenó la posibilidad a las comunidades religiosas sobrevivientes de adquirir propiedades; clausuró las facultades de Teología; eliminó las subvenciones a los seminarios... A todo ello debemos añadir el reconocimiento oficial por parte de España al recién creado Reino de Italia, el cual privó a Su Santidad el Papa Pío IX de sus Estados Pontificios y la posterior elección hecha por las Cortes Constituyentes en la persona del hijo del monarca artífice de ese expolio como rey de España, "el hijo del que tiene prisionero al Papa" (17), como por entonces se decía.
Debido a que las autoridades liberales ya consideraban a Santa Cruz como un elemento peligroso desde tiempo antes de comenzar la 3ª Guerra Carlista por denunciar todos esos desafueros desde su púlpito, lo fue a detener una tropa militar el 6 de octubre de 1870 mientras celebraba Misa en su parroquia. Aprovechándose de cierta candidez de sus captores y disfrazándose de casero, logró burlar su detención, escapándose y dando así comienzo el legendario mito del cura guerrillero.


Caricatura aparecida en la publicación republicana "La Flaca" -10 de septiembre 1870- en la que se pretende ridiculizar a un ya combativo cura Santa Cruz.


Permaneció dieciocho meses en Francia, pasados los cuales regresó a España convirtiéndose en capellán de la Partida levantada por Recondo (18), antiguo oficial de la Primera Guerra. Si bien el paso de Santa Cruz por esta primera salida suya podría calificarse como anodina, reforzó la idea que D. Manuel tenía de cómo había de hacerse la guerra. Este periplo se “redujo a recorrer los montes de Guipúzcoa, y parte de los de Navarra, pasando por Iturrioz, Oñate, Segura, Aya de Ataún, Corri, Lizarrosti, Baraibar, Leiza, Erasun, Beruete y Santesteban, sin más incidentes que un pequeño tiroteo, hasta que entregaron sus armas al Gobierno en el último de los pueblos citados” (19). La partida Recondo se rindió el 10 de mayo de 1872 en Santesteban tras ser derrotadas las armas carlistas seis días antes en Oroquieta (20).



























Carta conminatoria dirigida a alguna autoridad municipal de la comarca del "Alto Bidasoa" firmada por Santa Cruz en Ezcurra el 10 de mayo de 1872: "Bajo pena de la vida prevengo a Ud. me de parte en seguida a la vuelta del dador de todas las fuerzas enemigas que hubiere en dos leguas a la redonda, indicándome su número..."

Unos días después, desligándose de sus antiguos correligionarios para no acogerse al convenio de Amorebieta, Santa Cruz se interna nuevamente en Francia. A finales de mayo la abandona y ya al frente de su propia Partida, compuesta entonces por unos 16 voluntarios, se adentra en su patria por los montes de Oyarzun. “Esta segunda salida, así como también la primera, no fue sino como un ensayo para la siguiente. Las hazañas de esta época se reducen a correr de montaña en montaña, a tener provisiones de boca, a apoderarse de buenas armas, pues las suyas eran muy malas, y a verse libre de las manos de sus enemigos” (21).
 Efectivamente, la recién creada Partida comandada por el cura en este primer periodo no iba a protagonizar grandes hechos de armas ni gloriosas intervenciones a no ser la captura del propio D. Manuel, seguida de su sonada fuga del edificio del Ayuntamiento de Aramayona (Álava), situado en su cabeza municipal de Ibarra. El 6 de agosto, al frente de dos docenas de voluntarios se propuso atacar un convoy liberal, compuesto por 21 soldados y 4 miqueletes mandados por un alférez del Batallón de Cazadores de Segorbe que transportaba armas desde Vergara a Mondragón. Efectuado el ataque con éxito donde se obtuvieron 41 fusiles y 3 cajas de pertrechos, se retiró y en un descanso de la tropa a un joven voluntario accidentalmente se le disparó un arma lesionándole la mano. El cura, abandonando su grupo, condujo al mozo a un sitio seguro donde el herido pudiese ser convenientemente atendido, y a su regreso fue capturado por una avanzada liberal al mando del teniente Julio Ortega, que maltratándolo lo condujo a Ibarra, donde fue encerrado en su casa consistorial. Esto acaeció el 10 de agosto de 1872. Tras dos días de cautiverio, en el que confesó con otro sacerdote convencido en su inminente fusilamiento, logró huir descolgándose por un balcón del edificio, burlando por segunda vez a sus aprehensores.

Ayuntamiento del valle y municipio de Aramayona, sito en Ibarra:
Santa Cruz logró escapar saltando por el último balcón de la derecha; interior del mismo.  
"No le asustaba la altura del balcón, unos cinco o seis metros, pero estaba ya tan débil que hasta tenía miedo de que no podría subir sobre la baranda. Al fin, mientras el centinela miraba a la puerta, haciendo un esfuerzo, se montó en la baranda, agarróse de la chaqueta, y en el momento en que ésta se deshacía por consecuencia del peso, haciendo un ruido característico, se veía en el suelo, aunque herido en los pies". (Xabier Azurmendi, "El Cura Santa Cruz".)





















Dibujo aparecido en la publicación "La Novela Vivida. El Cura Santa Cruz". Editado por Prensa Moderna, Madrid. Año I, Nº 22, 29-IX-1928.
"Yo estaba allí, metido en el agua todo el cuerpo: solo dejaba fuera la boca para poder respirar. Si me hubiera sido posible, ni eso hubiera dejado fuera.
Así estuve desde las doce de la noche. A eso de las once de la mañana ya no podía resistir el frío y pensé en salir de allí. Me puse de pie y me dije: <<El primero que ahora vea, tiene que ser para mi el Angel de la Guarda>>.
En seguida ví entre los matorrales un campesino. Le hice señas con la mano para que se acercase. Debió pensar que yo era algún pescador, porque estaba desnudo de la cintura para arriba. Como el color blanco de la camisa podía resaltar en la oscuridad debajo del agua, me la quité, la tiré y me quedé desnudo. Cuando estuvo cerca el campesino le dije:
-<<Yo no se si eres carlista o liberal; eso me importa poco; lo que me importa es que me salves; que seas mi Angel de la Guarda>>.
En seguida me conoció y supo de qué se trataba y me dijo:
-<<No se mueva de ahí, porque si no, está perdido: ya está puesta a precio su cabeza, está todo lleno de guardias; todos los puntos están cogidos. Quédese ahí hasta que venga yo>>.
Allí me quedé esperando lo que dispusiese aquel buen hombre.
Se fué a su casa, y para guardar mejor el secreto, cogió para mi alimento dos huevos crudos, -no quiso que lo supiera ni su esposa-; con esta ración y una elástica, vino, me dió lo que trajo y me dijo que siguiera allí, hasta el anochecer [...]". (Juan de Olazabal y Ramery, "El Cura Santa Cruz Guerrillero").
 
A pesar de dañarse un tobillo por efecto de la caída, logró evadirse del pueblo para ocultarse sumergido en un cercano río unas once horas, hasta que fue socorrido por lugareños simpatizantes con la causa que tan tenazmente defendía el cura; después de alimentarlo y atenderlo lo escondieron en una recóndita cueva situada en el monte Ipizte, enclavado a unos cuatro kilómetros escasos en línea recta al noroeste de Ibarra. “Allí un muchacho, que venía tocando la flauta como si fuera cuidando el rebaño, me traía la comida y se volvía. En esa cueva estuve tres días, y me fui derecho a Francia: en 24 horas hice 20 leguas hasta la frontera, sin entrar ni parar en ninguna parte” (22).

 
La cueva donde estuvo escondido Santa Cruz. En la entrada a la gruta existe una urna con varias fotos del cura y un rosario (fotos tomadas por Kepa Castro, "Diario de un Montañero Paparazzi").

Durante este su tercer exilio, segundo desde que comenzara la guerra, en Francia pudo D. Manuel observar como “Los mozos vagaban por las calles medio muertos de hambre, y sin que nadie se preocupara de ellos; los oficiales, por el contrario, vivían en los cafés, muy bien tratados y echando planes al por mayor; y entre los que tenían la alta dirección, no todos estaban dotados de aquella energía y talentos que son necesarios para tan altos puestos. En una palabra; se procuraba cubrir las apariencias; pero en realidad, la traición estaba tramada” (23). Así las cosas, vino el nombramiento por parte de Carlos VII en la persona de Antonio Dorregaray como Comandante General de Navarra, Vascongadas y Logroño, circunstancia que llevó nuevos bríos a la Causa y trajo implícito que en diciembre de 1872 las armas carlistas resurgieran en estas provincias, ya que hasta entonces, desde verano, únicamente las defendía el general Francisco Savalls en Cataluña. Esta nueva designación en tan alta jefatura del Ejército llenó de ilusión a Santa Cruz, quien una vez regresado a Guipúzcoa se afanó en reunir a los mejores y más bravíos exponentes de la raza vascongada para su Partida. “Llevaba consigo segadores con la hoz y pastores con hondas, y boyeros con picas. Su alma se comunicaba en el silencio con el alma de todos, sabía cuáles eran los más fuertes, cuáles los que se consumían en una llama fervorosa, y los que peleaban ciegos, y los que tenían aquél don antiguo de la astucia. Para gobernarlos y valerse de ellos, los tenía en categorías: lobos, gatos, raposas, gamos. A uno solo le llamaba el ruiseñor, porque era un versolari. Jamás hubo capitán que más reuniese el alma colectiva de sus soldados en el alma suya. Era toda la sangre de su raza” (24).


Ninguno de la partida tenía mal aspecto ni aire patibulario. La mayoría parecían campesinos del país; casi todos llevaban traje negro, boina azul pequeña y algunos, en vez de botas, calzaban abarcas con pieles de carnero, que les envolvían las piernas". (Pío Baroja, “Zalacaín el aventurero”).
El cura Santa Cruz, de pie en el centro con barba, junto a sus hombres. "¿Por qué luchan estos voluntarios? Todos tienen un fondo religioso, de amor a las libertades y fidelidad a Don Carlos. Pero aparte de esas condiciones existen unas peculiares, con referencia a la región de la que son nativos. Así por ejemplo los guipuzcoanos luchan por su odio a los liberales, que quemaron sus casas, pero no les interesa ir a defender Estella o sitiar Bilbao; son perfectos guerrilleros a los que les gusta luchar tras las rocas y en los desfiladeros, pero no en las batallas de grandes desarrollos y maniobras. El cura Santa Cruz es el prototipo más caracterizado". (Opinión del periodista británico Mr. Mac-Graham vertida en el diario londinense "The Evening Standard". Enrique Roldán González, "Un Corresponsal en España. 50 Crónicas de la Tercera Guerra Carlista").

 
"Un Corresponsal en España. 50 Crónicas de la Tercera Guerra Carlista".
Esta foto realizada por el polaco
L. Kornarzewski en un huerto de Vera de Bidasoa fue ampliamente difundida con el título "El cura Santa Cruz y su Guardia Negra".  Fueron muchas las voces, la de Pío Baroja entre ellas, que acusaron a Santa Cruz de protegerse con una "Guardia Negra", especie de guardia de corps de élite cuya misión no era otra que la de proteger a su jefe. El propio cabecilla vascongado lo refuta en los términos siguientes: "Sin duda querrá el Sr. Baroja que durante la guerra estuviese yo tan tranquilo como entre mis feligreses de Hernialde o entre mis indios de San Ignacio. Eso es pedir peras al olmo. Pero no era por temor a los míos, a quienes siempre los he querido con toda mi alma como ellos me han querido; no, eso lleva consigo la guerra. Y ¿por qué no había de temer a los liberales? ¿No eran por ventura mis enemigos? Pero es falso que para defenderme de ellos tuviese yo la guardia negra, porque la tal no existió. Cuando tuve más centinelas que me vigilasen, no pasaron de tres o cuatro: ordinariamente me contentaba con uno o dos. Lo que tal vez ha dado lugar a esta creencia, es que tuve para mis combates una bandera negra, con el fin de persuadir a mis muchachos que no había que capitular si no vencer o morir. Quizás haya contribuido a lo mismo una fotografía mía donde aparezco en medio de nueve muchachos armados con su bayoneta". ("Manuel Santa Cruz, "Réplica contra Pío Baroja"; texto recogido en la obra de Xabier Azurmendi, "El Cura Santa Cruz").

Santa Cruz se puso al frente de cincuenta voluntarios a comienzos del mes de diciembre de 1872, estableciéndose en Arichulegui (25), monte próximo a Oyarzun, en lo más abrupto del parque natural de Peñas de Aya, lugar que habría de convertirse en un futuro en cuartel general y depósito de armas de la Partida.


Vista parcial de Arichulegui (Guipúzcoa) y placa colocada en la fachada de uno de sus caseríos.
 
"En una guerra como aquella, hacía falta, como centro de aprovisionamiento y lugar de repliegue, un grupo de caseríos escondidos en el corazón de la montaña, adonde sólo llegan los buitres. Así lo comprendió más tarde Santa Cruz, cuando eligió Arichulegui [...] Arichulegui no puede decirse que sea un pueblo. A unos ocho kilómetros [de Oyarzun], en los flancos de una abrupta montaña, hay un grupo de cavernas y de agujeros de mina abandonados, y al pie, unos cuantos caseríos esparcidos". (Gaétan Bernoville, "La Cruz sangrienta. Historia del cura Santa Cruz").


Amadeo de Saboya renuncia a la Corona de España y proclamación de la 1ª República


Esos cincuenta hombres pronto se multiplicarían hasta alcanzar los quinientos (26), número que habría de mantenerse relativamente estable durante el resto de la vida de la Partida. Ese incremento en los efectivos de Santa Cruz fue directamente proporcional al auge que experimentaron las armas carlistas por los sucesos que estaban aconteciendo en Madrid: la abdicación de Amadeo de Saboya el 11 de febrero de 1873 y el advenimiento de la 1ª República fueron los detonantes para que muchos patriotas quisiesen abrazar una causa que defendía el Altar y el Trono, engrosando así las filas de los partidarios de Don Carlos. El propio Saboya escribió en estos términos los motivos de su abdicación, en los cuales se encuentra en primer lugar la lucha sostenida por los carlistas que lo combatían al grito de "Religión y Fueros. Viva España y Abajo el Extranjero" (27): “Dos años largos ha que ciño la corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles; todos invocan el dulce nombre de la patria; todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible afirmar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar remedio para tamaños males. Los he buscado ávidamente dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla”.



Bandos oficiales del Ayuntamiento de San Sebastián. En el primero, la autoridad liberal anuncia gozosa la inminente visita de Amadeo de Saboya, pidiendo a la ciudadanía recibirlo y saludarlo "con dignidad" y "entusiasmo", mientras que el segundo informa la proclamación de la I República Española. Entre ambas comunicaciones sólo median 6 meses.

Lo cierto es que en ese año de 1873 la República mantendría tres frentes abiertos que la iba a debilitar grandemente: la guerra contra los carlistas, la cantonal y la de Cuba que persistía desde el "Grito de Yara" de 1868. Los primeros, conscientes de ello, pensaban que la coyuntura era favorable para sus intereses.
A partir este momento iba el cabecilla al frente de su batallón a poner en práctica las ordenes dadas por su Rey hasta sus últimas consecuencias: "Mi grito de guerra es y será siempre ¡adelante! pero esta palabra no significa dar batallas y empezar la lucha, como si tuviéramos los elementos necesarios; no; nuestro deber es organizarnos, fraccionar y esparcir las fuerzas, sin encuentros inútiles é inciertos; en una palabra, imitando a los valientes y entendidos catalanes, sostenernos siempre, é ir formándonos para el día en que la guerra pueda adquirir un carácter violento y empeñado [...] Entre tanto, no debe descuidarse un punto el cortar los ferrocarriles é interrumpir los trenes, inutilizar las líneas y aparatos telegráficos, destruir la correspondencia oficial, apoderarse de los caudales y efectos públicos, poner, en fin, cuantas trabas y obstáculos se puedan á la acción del enemigo, cuidando muy particularmente de atraerse sus tropas. Al mismo tiempo deben nuestros voluntarios á buscar recursos y contentarse con los que haya, animándolos con la entrada frecuente en pueblos amigos, y con las sorpresas y ventajas parciales. Resistir y luchar es nuestra divisa, según lo que más den de sí el país y los acontecimientos [...] Quisiera y pido á Dios que el general <<No importa>> presida nuestra empresa. Quisiera que todos los carlistas que van á entrar mañana, considerasen el Pirineo como una barrera de hierro inquebrantable, y olvidasen que hay un país que se llama Francia. Si sabemos quemar las naves y desplegar la tenacidaz heróica que distingue á España entre todas las naciones de nuestra raza, la victoria es segura" (28). Estará por lo tanto muy equivocado quien acuse a Santa Cruz para desacreditarlo de realizar la guerra de guerrillas en esta primera época de su vida militar. Se limitaba a cumplir órdenes superiores fielmente. 
Los oficiales de la Partida lo iban a ser los hombres de mayor confianza de D. Manuel. Así nombres como Sebastián Soroeta -que había levantado inicialmente su propia partida subordinándola después a la del cura-, Francisco Arbelaiz, Hilario de Zarauz, Cruz Ochoa, José Ignacio Ezcurrechea "Antuxe", José Ignacio Vicuña, Manuel Gabino Seín, José María Cincúnegui, Manuel Elola, Esteban Indart "el corneta de Lasala", Juan Egozcue, José María Iriarte, Miguel Antonio de Sein, Antón "estudiante de Lekuna", José Ramón Garmendia "estudiante de Lazcano", Francisco María Aramburu "Beltza", Hilario Berrondo, Albiztur de Oyarzun, "Caperochipi" de Zarauz y "Luxía" de Hernani serán recordados como los lugartenientes de Santa Cruz, así como su capellán, D. Valero Otegui, de Tolosa.


"El cura Santa Cruz", lienzo de Elías Salaverría. Don Manuel jamás disparó ni hirió personalmente a nadie; su única arma era un largo y recio bastón con el que se ayudaba en sus largas marchas.


Durante este periodo se le asignó a Santa Cruz el cometido de “guardar la frontera desde Irún a Vera, y vigilar el camino de hierro del Norte de España hasta Beasáin: tuvo pues, con frecuencia que detener los trenes y levantar los raíles” (29). Efectivamente, fue célebre el cura por sus sonados ataques a ferrocarriles, el primero de los cuales se produjo el 3 de diciembre a un convoy que creían transportaba oro que Amadeo sacaba del país. Frustradas sus ilusiones, permitieron por esta vez proseguir su camino al humilde mercancías.
Se sucedieron escaramuzas más o menos sangrientas contra las fuerzas del comandante liberal Juan Arana en ese crudo invierno, y continuamente moviéndose entre Guipúzcoa y Navarra, Santa Cruz iba a protagonizar, de nuevo una memorable intervención que iba a contribuir a aumentar aún más su fama de guerrillero audaz: estando presa su hermana en Tolosa, y pesando sobre ella la amenaza de fusilamiento, el cura no dudó en bajar a la villa disfrazado de casero para capturar a un significado personaje liberal que tranquilamente descansaba en su casa. Una vez realizado el apresamiento fue realizado el canje de ambos con éxito (30).


Fotografía tomada por L. Kornarzewski y
litografía realizada por J. Cluzeau. 
"Santa Cruz era el único que pudo haber dado a la campaña la violencia que convenía. Tenía temperamento, agudeza, personalidad de militar. Con sus mozos no pasó de ser un guerrillero temible; pero al frente de la tropa hubiera sido un excelente militar. Se miente mucho a cuenta de Santa Cruz. Se le imputan muchos crímenes que no cometió, y que si cometió pueden ser nombrados de otra manera: acciones de guerra. Ágil, agudo, buen conocedor del terreno que pisaba, con colaboradores en todos los caseríos, gracias a su prestigio, pudo salir con bien de la campaña. Era de ver el entusiasmo que sus andanzas nos comunicaba a todos. Lizárraga no podía jactarse de la mitad". (Opinión sobre Santa Cruz del también cura don Marcelo, escrito por Julián Zugazagoitia, "El Asalto").


"Santa Cruz", óleo debido a los pinceles de Gaspar Montes Iturrioz. 

Bastón de madera atribuido al cura Santa Cruz, propiedad hoy del Partido Carlista.





El 12 de enero de 1873 se iba a producir un punto de inflexión en la carrera militar de Santa Cruz, granjeándose definitivamente la más severa enemistad por parte de los gubernamentales: “se presentó en Aizarna, término de Cestona, con 50 hombres no todos armados, exigiendo con amenazas 100 raciones de pan, carne y vino, y dinero; se las llevaron y otros varios efectos, y 2.000 reales en metálico, dirigiéndose hacia la parte de Itumeta, después á Anoeta, se apoderó del alcalde don Rafael Francisco Olamendi, lo sacaron maniatado fuera del pueblo, y sin auxilios espirituales lo fusilaron” (31). El propio Santa Cruz justifica en estos términos el fusilamiento del alcalde Olamendi, alias “Jacas”: “¿Qué había de hacer yo con aquel espía, a quien llamaban Jacas, hombre astuto y que, como decían, valía por todo un regimiento? Le prendí en Anoeta, a media hora de Tolosa; allí, muy cerca, en Irura, había fuerzas liberales. Yo no tenía ánimo de fusilarle; pero él, con la intención de dar tiempo a que acudieran sus amigos, todo era exclamar en voz muy alta: "Santa Cruz!!! Santa Cruz!!! Por tres veces le intimé que se callara y que echara a andar; y las tres veces desobedeció mi orden; entonces mandé hacer fuego contra él. En cambio, los liberales acudieron enseguida ¿por qué habían de hacerlo prisionero y asesinarle a bayonetazos al párroco de Anoeta, que asistió a Jacas en sus últimos momentos?” (32). En represalia, y como hemos visto, los liberales dieron cruel muerte al párroco de la localidad (33). Santa Cruz no tardó mucho en vengar la muerte del cura de Anoeta: capturó a dos milicianos nacionales que bebían en una taberna situada en las afueras de Tolosa, los desarmó y sacándolos fuera de la tasca dio orden de ejecutarlos. A consecuencia de estos acontecimientos el diputado liberal Manuel Aguirre ofreció dos días después la suma de 10.000 pesetas por la cabeza de Santa Cruz (34), cantidad que fue doblada el día 24 del mismo mes por el general carlista Antonio Lizárraga, a cambio de la de Aguirre, sin duda en agradecimiento por la victoria que el cura había obtenido el 19 sobre las fuerzas del coronel Osta en San Esteban de Ursúbil (35). Los santacrucistas habían de sumarse poco después otro éxito, esta vez al rechazar el ataque liberal de las tropas del general González sobre la población de Iturrioz. “La acción de Iturrioz aumentó el prestigio de Santa Cruz y favoreció mucho al partido. Era un orgullo para los carlistas, todavía resentidos por la derrota de Oroquieta, el que una sola de sus partidas pudiese sostener con ventaja un combate encarnizado contra poderosas fuerzas del ejército” (36).


Don Manuel capitaneando a sus voluntarios. 

"Es indudable que tenía grandes defectos, pero en la guerra de la Independencia su nombre hubiera quedado indeleble al lado de los más famosos. Santa Cruz no hubiera servido tampoco para subordinado de Zumalacárregui, porque no sabía atemperarse a la vida militar. Pero ahora la guerra no era ya de guerrillas y sí de ejércitos organizados, uno de ellos el carlista con el Rey a su cabeza". (Melchor Ferrer, "Historia del Tradicionalismo Español").


"Le curé Santa Cruz et un aide de camp à cheval"
, autor anónimo francés.

"Se publicó alguna que otra hagiografía en la cual el cura guerrillero era considerado como un paladín antiguo, extraviado en un siglo positivo, que en otros tiempos mejores hubiera combatido, ni más ni menos, al lado del Cid Campeador. [...] El cura Santa Cruz fue indudablemente un personaje muy polémico. Terriblemente vilipendiado por unos, fue igualmente alabado por otros hasta tal punto que alguien no vaciló en calificarle de <<Quijote vasco>>". (Vicente Garmendia, "Memorias levemente apócrifas del cura Santa Cruz").

Se hallaba el cura-guerrillero el 29 de enero con su gente en Zarauz, acaparando dinero y avituallamiento, obtenidos los cuales, y tras ordenar apalear a algunos contrarios, abandonó la villa, perseguido por el general Primo de Rivera, en dirección a Aya, con el propósito de atacar los próximos días este municipio situado al suroeste de San Sebastián. “Quería Santa Cruz tener en este pueblo un punto seguro donde las partidas pudiesen descansar, recobrar las fuerzas perdidas, proveerse de víveres y municiones, y adiestrarse en el manejo de armas” (37).
Para el ataque de Aya había obtenido Santa Cruz la promesa de apoyo y colaboración del general Lizárraga (38). Al efectuarse finalmente el asalto a la población, la ayuda prometida jamás se materializó, dejándolo solo en su embestida so pretexto de carecer de municiones, y tomando Lizárraga camino contrario a Aya se alejó del frente abierto por el cura, abandonándolo a su suerte. El combate se saldó con un estrepitoso desastre: medio millar de voluntarios de la Partida fueron hechos prisioneros (39). Santa Cruz, consciente de la perfidia perpetrada por su superior más inmediato dio orden de retirada, replegándose e internándose de nuevo en su más seguro refugio: los montes guipuzcoanos. Este episodio tuvo un importante efecto para la historia de la Partida: hizo que su comandante recelase ulteriormente del alto mando carlista, considerándolos traidores a la causa encarnada por Don Carlos VII, confiando en lo sucesivo únicamente en sí mismo a la hora de acometer nuevas acciones. Esta actitud que se iba pronto a concretar en una nueva forma de combatir, por su cuenta y “sin cuartel” le iba a traer implícito el odio enquistado de Lizárraga quien, tras persuadir a Dorregaray y al marqués de Valdespina, no descansaría hasta obtener, en un futuro, la proscripción del cura por parte del monarca carlista. Mientras unos veían en el cabecilla a un inicuo fanático, Don Manuel estaba convencido de su misión providencial: se debía salvar ante todo a la Religión de su amenaza, que no era otra que el liberalismo, sectario patrocinador de la descristianización en lo político y hostil a los seculares fueros y tradiciones que hundían sus raíces en Vascongadas y Navarra. La guerra había de sostenerse con las acciones guerrilleras de gran agilidad proyectadas por comandantes conocedores del terreno. A juicio del cura, muchos de los generales de Don Carlos no valían sino para lucir sus fajines y bandas en salones y antecámaras cortesanas, pero estériles para hacer la guerra (40).


Iglesia de Deva. 

"Las enormes cerraduras de las puertas de la iglesia, reforzadas con cadenas, impedían el acceso a la nave. Santa Cruz hizo traer enseguida unos barriles de petróleo y exclamó en alta voz: <<Entréguenme inmediatamente todas las armas y municiones. Si así lo hacen no haré daño a nadie y la guarnición quedará libre. En caso contrario, lo arrasaré todo a sangre y fuego. Tienen diez minutos de tiempo para decidir>>. Las amenazas de Santa Cruz jamás fueron letra muerta. Un conciliábulo tuvo lugar en el interior de la iglesia. Fue breve. De pronto se abrieron las puertas de la iglesia y la guarnición salió con las armas en bandolera. Santa Cruz los alineó en la plaza, y fue metódicamente despojándoles de su armamento". (Gaétan Bernoville, "La Cruz sangrienta. Historia del cura Santa Cruz").

Después del desastre de Aya, cuando todos creían derrotado a Santa Cruz, éste rehízo su batallón (41). Sorpresivamente ocupó Deva y tras desarmar a su guarnición que se había refugiado en la iglesia -la cual prometió incendiar con petróleo si no se rendían-, obtuvo “43 fusiles remingtons, correajes, trece cajones de cartuchos, una espada-sable, etc” (42), dirigiéndose a continuación a Motrico, plaza que no pudo asaltar debido a la fuerte resistencia ofrecida por sus defensores. Embriagado del éxito obtenido en Deva se determinó a ocupar Oñate. Titulándose Santa Cruz como "Comandante del Batallón del distrito de Vergara", firmó el 20 de febrero una carta articulada en nueve puntos al jefe de los Voluntarios de la Libertad de Oñate en la que exigía la rendición de la plaza para evitar así un inútil derramamiento de sangre:
"Ejército Real del Norte.
Para el mejor servicio del Rey Nuestro Señor Don Carlos 7º (q.D.g.) he creido conveniente antes de pasar a vías de guerra y medidas de rigor, usar primero de benignidad para aquellos de nuestros hermanos que con demasiada ligereza y tal vez en contra de sus convicciones, han empuñado las armas para oponerse a una causa tres veces Santa, por lo que, facultado por quien puede he formulado el adjunto articulado, que le remito, concediendo perdón a todos los extraviados que llenen cumplidamente cuanto en él se previene, y espero de su sensatez que, dejando a un lado las soñadas ilusiones que jamás pueden realizarse, contribuir a evitar el inutil derramamiento de sangre, y hacer que las fuerzas de su mando y las demás destacadas en ese punto me entreguen las armas en el término indicado en el mismo, advirtiéndole que en caso de una resistencia que no la espero, me sobran recursos de toda clase para reducirle a la obediencia por medio de la fuerza, y entonces no respondo de lo que pudiera suceder.
Dios guarde a V. muchos años. Campo del Honor 20 de Febrero de 1873.
El Comandante del Batallón del distrito de Vergara. Señor Jefe de los Voluntarios de la Libertad de Oñate.
Articulado.
D. Manuel Santa Cruz, Comandante del Batallón del distrito de Vergara, vengo a disponer lo siguiente:

Artº. 1º. Concedo indulto a todos los voluntarios de la libertad de este distrito, sin excepción de clases, que se presenten con las armas en la mano en el término de dos horas, contadas desde las diez horas de esta noche.

2º. Se extiende este mi indulto al cuerpo de Miqueletes, Guardia Civil y Carabineros, bajo las mismas condiciones, quedando en utilizar sus servicios si voluntariamente quisieran prestando en defensa del Rey Nuestro Señor D. Carlos 7º (q. D. g).

3º. Todo individuo de la clase de tropa recibirá su licencia absoluta en el caso de llenar las antedichas prescripciones, quedando a su arbitrio prestar o no servicios a S.M. y entonces recibirá una buena recompensa.

4º. Los individuos de guerra armada que, despreciando este perdón, hiciesen resistencia, seran pasados por las armas donde y como quiera que fuesen habidos, y además confiscados sus bienes.

5º. Se prohibe la circulación de toda clase de correspondencia y todo conductor, sea voluntario o forzoso que la dirija valiéndose de cualquier medio, será pasado por las armas, tan pronto como fuera probado el hecho.

6º. Esta misma pena se impone a todo espía o confidente del enemigo que fuere habido.

7º. Asimismo será pasado por las armas todo operario que trabaje en las obras de fortificación y defensa dentro del recinto del pueblo, aunque sea por mandato de la autoridad.

8º. Toda autoridad que cometa alguna coacción con personas que voluntariamente quieran servir a la Santa causa de Dios, Patria y Rey, sufrirá irremisiblemente la última pena y confiscación de todos sus bienes.

9º. Los alcaldes que, recibiendo el presente Bando lo pondrán en conocimiento de cada uno de los Señores Jefes de las fuerzas destacadas en su pueblo, los cuales, a su vez, enterarán a sus subordinados, bajo pena de la vida, siendo además obligación de los primeros colocarlo en los sitios públicos de costumbre.

Campo del Honor. Marzo de 1873 = Manuel Santa Cruz
" (43).
La contestación del Jefe de los Voluntarios de la Libertad, Felipe Dugiols, no se hizo esperar y en un tono un tanto procaz le respondió lo siguiente, no sin antes extrañarse que la carta a él dirigida estuviese fechada en "marzo" cuando los hechos ocurrieron en febrero:
"En vista de su oficio sin firma y articulado con fecha de Marzo, debo decirle que en lugar de ocuparse en la clase de vida poco honrosa que lleva desde hace tiempo, debía retirarse a ejercer lo que su institución le ordena. Si así lo hace, le agradeceríamos los ciudadanos de la España Republicana. Déjese pues de baladronadas, y sea lo que debe ser un hombre de su clase si es que alguna vez ha leído los Evangelios y quiere seguir el camino marcado por Jesús el de Nazaret.
Salud y República. Oñate 22 de Febrero de 1873 = Felipe Dugiols = Ciudadano Manuel Santa Cruz
" (43-a).
En esta ocasión tampoco vería Santa Cruz coronada por el éxito su empresa debido a la firme determinación de los defensores oñatiarras de no ceder ante las amanazas del jefe carlista.

 
El Rey Don Carlos VII; su firma.
"
Tanto los carlistas como Santa Cruz, amaban a su Rey porque era partidario de la Religión y los Fueros. Don Carlos se valió de los vascos para intentar coronarse Rey y los vascos confiaron en él para conservar los Fueros; ambos quedaron defraudados. Don Carlos juró mantener los Fueros en Guernica y en Villafranca. Ningún otro Rey hizo lo propio en años ni en siglos. ¿No era ya motivo por ello de ponerse a su lado? Al principio el Rey obró buenamente, aunque luego mudó su quehacer, desde que siguió los consejos de personas de su confianza y no hizo nada adecuado. Entonces se desengañó Santa Cruz y los buenos carlistas también, pero siguieron con sus ideas. Santa Cruz, después de la guerra, desde América escribía que lloraba al pensar cuánta hermosura se ha perdido". (Fermín Muñoz Echabeguren, "Anales de la Segunda Guerra Carlista en San Sebastián").


Como vimos antes, la proclamación de la 1ª República Española atrajo renovadas simpatías hacia el carlismo, al declararse íntimamente monárquico, que se materializaron en nuevas incorporaciones de voluntarios a sus filas. Por ello y temeroso el gobierno de Madrid del auge del movimiento, aumentó el número de delatores que informasen de lo que en territorio carlista aconteciese para así combatir con un mayor grado de eficacia a un enemigo en ocasiones, y el caso de Santa Cruz era paradigmático, sumamente escurridizo, máxime cuando la abrupta geografía de su teatro de operaciones tan eficazmente lo amparaba. “Nunca podían considerarse como seguros [los liberales], ni por las noches, que el guerrillero las pasaba en vela, ni en los días de tempestad, que eran los preferidos para sus golpes de mano. La vida de los pobres carabineros era una desesperación; jamás tenían un momento de reposo; siempre era necesario estar con el arma al brazo y el oído atento. ¡Ah!, si fuese como Lizárraga o Dorregaray no les daría cuidado. A éstos se les veía venir, con sus avanzadas, sus gastadores, sus furgones y sus carros de aprovisionamiento. Pero con Santa Cruz y su gente era la cosa muy distinta. Cuando menos se les esperaba, caían encima, rápidos, flexibles e implacables. ¡Guerra extenuadora aquélla, en que la sorpresa era la ley!" (44).


Carlistas combatiendo el espionaje.


Santa Cruz era plenamente consciente del peligro que representaban los espías (45), por considerarlos aún más peligrosos que las tropas armadas del ejército regular, por lo cual, y sumado el importante premio ofrecido por Aguirre a cambio de su cabeza que podía atraer cazarrecompensas, dedicó grandes esfuerzos a combatirlos despiadadamente. El caso del alcalde “Jacas” no fue un hecho aislado ni mucho menos. Fueron numerosos los fusilados acusados de espionaje, los más renombrados fueron el de un personaje que presentándose en Arichulegui para conferenciar con Santa Cruz, se hizo pasar por sacerdote. El suspicaz Don Manuel le formuló varias preguntas en latín, a las que no supo contestar el fingido clérigo por no haberlas comprendido el desgraciado. También fue pasada por las armas una mujer en Arechavaleta que se dedicaba a pasar correos ocultos en hogazas de pan (46).
Debido a la profunda desconfianza que el cura sentía por la jerarquía carlista, desde la acción de Aya, prosiguió sin aceptar órdenes superiores su peculiar forma de combatir en forma de golpes de guerrilla, que tan buenos frutos siempre le habían dado. Y para combatir era necesario disponer de recursos, por lo que el cabecilla guipuzcoano no tuvo ningún reparo a la hora de firmar notificaciones oficiales del ejército carlista (47) para recabar peculio y exacciones en las poblaciones civiles, prohibiendo la circulación de personas por toda Guipúzcoa sin un salvoconducto rubricado por él, y de apoderarse de todo correo que no llevase sello o franquicia de Carlos VII, privilegios todos ellos que le estaban vedados, exasperando nuevamente a la cúpula militar, hasta el extremo que el mismo Don Carlos, alarmado, escribiese a Dorregaray: “He leído en los periódicos un manifiesto de Santa Cruz prometiendo la absolución amplia y completa a todos los que acudan a alistarse en su partido. Ignoro si el hecho es cierto, y no sé las razones que han podido motivarlo. Pero en todo caso desapruebo completamente que un simple comandante de batallón dé manifiestos de esa importancia, que no pueden refrendarse sino por la competencia del general en jefe o del comandante general de la provincia, con la aprobación de aquél” (48).
Lizárraga firmó el 1 de marzo una orden dirigida al cura en la que le exoneraba del mando y enérgicamente le emplazaba a que prontamente se presentase ante una autoridad militar para ser arrestado. En caso de vulnerarse, la orden era taxativa: “ser oído en consejo verbal y justificada su desobediencia, sólo se les conceda dos horas de tiempo para que puedan morir cristianamente, pasados por las armas” (49). Por descontado, el taimado sacerdote hizo caso omiso del imperativo mandato.

 
General Lizárraga; su firma.
"Lizarraga y el cura no se entendían ni se avenían, a pesar de la piedad acendrada del nuevo General. Muchos decían que hubiera estado mejor el general de cura y el cura de general. Las relaciones entre ambos eran tan tirantes, que el cura jamás obedeció al general y obró siempre por su cuenta. Lizarraga quiso llegar a un acuerdo y se humilló hasta el extremo de ir a visitarle a su alojamiento en Lecumberri, pero no obtuvo resultado alguno, pues Santa Cruz puso tales condiciones para su sumisión, que el General no podía aceptarlas sin quedar desprestigiado. Entonces advino la ruptura definitiva".
(Román Oyarzun, "Historia del Carlismo").

El sentimiento de mutuo aborrecimiento que sentían Lizárraga y Santa Cruz no iba sino que agrandarse día a día hasta convertirse en un grave asunto que comprometía el curso de la guerra en el Norte. Para solventar la cuestión, una persona que contaba con la confianza de ambos, el diputado general de Guipúzcoa Miguel Dorronsoro intentó reconciliarlos, sin éxito alguno, granjeándose a la larga la animadversión del cura, quién movido por rencor llegaría a atacar en un futuro la fábrica de municiones de Peñaplata, levantada por el bienintencionado diputado (50).
Mientras tanto Santa Cruz, indiferente a las amenazas efectuadas por su superior, prosiguió en su particular manera de guerrear, atacando e inutilizando las vías férreas (51), arrancando los raíles (52), descarrilando trenes, continuamente hostigando y golpeando a los liberales, siempre al frente de los voluntarios que integraban su ya proscrita Partida. Enfrente tenía a las fuerzas del general Loma (53) y las del coronel Fontela (54) que le seguían a la zaga. Este último, al frente del Batallón de la Constitución castigó a las fuerzas santacrucistas entre Lesaca y Arechulegui, causando la muerte del lugarteniente de la Partida, Sebastián Soroeta (55).


Exposición del Ayuntamiento de Vitoria -5 de marzo de 1873-, al Presidente del Poder Ejecutívo de la 1ª República Española, Estanislao Figueras, donde se denuncian los excesos perpetrados por Santa Cruz mientras se solicita "justicia" para combatirlo.
"Para satisfacción del público, el Ayuntamiento ha acordado imprimir y circular la exposición, que por conducto de los Sres. Senadores y Diputados á Córtes de la Provincia ha elevado al Exmo. Sr. Presidente del Gobierno de la República, y dice así: [...] indignado ante el espectáculo de sangre y horrores, que ofrecen los hechos inauditos que acaba de perpetrar el cabecilla Santa Cruz en la hermana provincia de Guipúzcoa, fusilando sin piedad, en medio de una población consternada, madres de familia [hace referencia a la mujer espía fusilada en Arechavaleta], sin consideración al llanto conmovedor de sus pobres é infelices huérfanos, y dictando bandos, cuya ferocidad espantára y aterraría en los tiempos de Atila, cuanto más en esta época de tolerancia y cultura, en la que aparecen como en un anacronismo inexplicable [...] Si á esto se agregan los incendios de las estaciones del ferro-carril consumados últimamente en las de la via de Tudela a Bilbao el cuadro no puede ser mas desgarrador, sublevando los mas dormidos sentimientos de honradez y humanidad [...] que llevando á los criminales al convencimiento de que el castigo de la ley ha de cumplirse inexorablemente, sin esperanza de indultos imposibles en una situacion, que reconoce como base esencial la inviolabilidad y la supremacía de aquella sobre todos los hombres y sobre todas las cosas; restituyan la tranquilidad á los buenos, que son los más y afiancen el órden y la seguridad en este pobre país, teatro de luchas bastardas, que son su verdadero suicidio. Justicia, Excmo. Señor, Justicia es la última y única garantía de todos los leales y honrados [...]"
Cromo impreso en una caja de cerillas de la época

El 7 de marzo tuvo lugar un desfavorable encontronazo con la fuerza liberal formada por 500 hombres -entre los que se encontraban efectivos de Caballería del Regimiento Numancia-, en Peña de Aya, que desalojaron a los carlistas causándoles cuatro muertos, varios heridos, capturando además nueve armas, municiones y otros efectos de guerra (56). En Berástegui ordenó el cura dar una buena ración de palos a los concejales de su Ayuntamiento, acusándoles de traición, y a su teniente de alcalde, Andrés Alducín lo hizo fusilar en el cercano paraje de Beibatari (57).


Cenotafio dedicado a D. Andrés Alducín en el lugar donde fue fusilado, en cuya base puede leerse: "AQUI MURIO ANDRES ALDUCIN DIA 12 DE MARZO DE 1873 Q.E.P.D. LO IZO SU ERMANA ANA". (Foto de Xabier Xabezón, www.leitzaran.net).

No pasaría mucho tiempo hasta que también por mandato suyo diese orden de pasar por las armas a uno de sus propios oficiales, Juan Egozcue, alias “el Jabonero” por idéntico motivo (58). Muguerza, un querido amigo del cura fue asesinado por los liberales; decidido a vengar su muerte, Santa Cruz penetró junto a tres de sus hombres en Tolosa, y allí en plena población dio orden de disparar sobre dos nacionales que hacían guardia en el puente, resultando ambos muertos.


Tolosa: puente sobre el río Oria, en cuya cabecera fueron ejecutados dos milicianos nacionales por los hombres de la Partida, estando presente Santa Cruz.
 
"Él [Santa Cruz] con sus tres compañeros ["Erretaittxiki", "Xabalo" y uno de Zarauz] salieron del paseo, y al dirigirse a la calle, en el otro extremo del puente vieron dos nacionales. El uno se hallaba de guardia y el otro conversaba con él tranquilamente, apoyado en la garita. <<Ahí teneis>> -dijo con naturalidad Santa Cruz- <<los nacionales que deben pagar la muerte de Muguerza>>". (Gaétan Bernoville, "La Cruz sangrienta. Historia del cura Santa Cruz").

Por su parte los liberales como represalia capturaron a unos familiares y amigos del cura: su hermana Josefa Ignacia Santa Cruz (59), Francisco Antonio de Senosiain y Joaquín Elósegui. No se hizo esperar la respuesta del cura, con el apresamiento en Elduayen de cinco rehenes con los que presionar a las autoridades para obtener la libertad de sus deudos. Cuatro de estos lograron huir en una coyuntura favorable, pero el regidor de Elduayen fue fusilado sin contemplaciones. A continuación serían igualmente pasados por las armas Mateo Urtizberea "que dejó siete hijos" y un pastor. También por estas fechas serían despojados de sus bienes dos sacerdotes de Astigarraga, incrementando de este modo los haberes de la Partida en nueve mil reales y dos relojes (60).
A pesar de las tormentosas relaciones que el cura mantenía con el alto mando, esto es con Lizárraga, Dorregaray -recién victorioso de la batalla de Eraul-, marqués de Valdespina y aún con el ministro de la Guerra, Joaquín de Elío, el propio Don Carlos VII, máxima e inapelable autoridad en el campo carlista, no se decidía a declararlo rebelde ni apartarle del mando de su Partida. Esta circunstancia, unida al favorable rumbo bélico que el cura supo imprimir siempre a su carrera, a sus inquebrantables adhesiones y el pavor y espanto que producía en todo el territorio sometido o dominado por él (61), no se veía su batallón reducido por deserciones, sino todo lo contrario: eran muchos los que aspiraban a ingresar en la Partida de la bandera negra, como así lo prueba la incorporación del respetado abogado navarro y ex-diputado a Cortes Cruz Ochoa (62).

 
Cuartel de Endarlaza y Monumento a los caídos

El nombre de Manuel Santa Cruz pertenece por derecho propio a la leyenda, aunque sea ésta cruenta. Fue amado por unos y denostado por otros que le acusan de cruel y sanguinario.
En Endarlaza, sin duda, iba a dar pábulo a estos últimos. Allí, a los pies del río Bidasoa, teniendo enfrente a Francia, existía un cuartel de carabineros, dedicados a perseguir mayormente el contrabando, y del cual Santa Cruz, acompañado de unos doscientos voluntarios, decidió apoderarse el día 4 de junio de 1873. Para ello, y después de conminar a la guarnición compuesta por 39 hombres a rendirse y éstos negarse, emplazó su cañón “mediomundo” (63) que comenzó a vomitar su fuego contra el muro frontal del edificio, causando importantes estragos: "En Endarlaza, el herrero que manejaba el cañón hizo blanco al 3er. disparo; y habiendo retirado la pieza y desmontándola del macho, acertó esta 2ª vez al 17 disparo" (64). Los defensores del cuartel al comprobar que la pared estaba a punto de ceder por efectos de la metralla, izaron una bandera blanca, que según el cura no era otra cosa que un “mantel lleno de manchas de vino”. Aun así, Santa Cruz al verla ordenó un alto el fuego mientras mandaba a su lugarteniente Félix Caperochipi y algunos de sus muchachos acercarse hasta los sitiados para parlamentar y ofrecerles honrosa rendición. Estos al ver aproximarse a los santacrucistas, tan confiados, a unos 15 metros decidieron tirotearlos a traición, causando varias bajas entre los carlistas, entre los que se encontraba el popular "Chango" (65), un voluntario muy querido por todos en la Partida, lo que encendió la ira del cura.
Martín Azurmendi, miembro de la Partida y testigo presencial de los hechos relata que “enardecidos por su villanía, arreciamos el ataque y otra vez volvieron a pedir parlamento. Entonces Santa Cruz gritó: <<No hay que traerme delante ningún traidor>>. Y sacó la bandera negra. Yo no sé por qué, pero ocurría siempre; en cuanto el enemigo divisaba nuestra bandera, la desmoralización cundía por todas partes. Lo mismo les sucedió a los carabineros; en cuanto la vieron ondear, saltaron por las ventanas y se arrojaron al río” (66). Conscientes del criminal engaño decidieron proseguir el cañoneo y “tomar a la fuerza la posición. Algunos carabineros se arrojaron al agua por las ventanas del lado de Francia, de los que tres se salvaron gracias a que se hallaban en la orilla francesa, y los otros dos fueron ultimados en el mismo río. Cayeron en poder de Santa Cruz unos 34 con el teniente, y fueron fusilados” (67). Un testigo relata así la captura del grueso de los carabineros, aquellos que no se arrojaron previamente por las ventanas alcanzando el Bidasoa: “Presenciamos perfectamente como salieron por la puerta, 13 de ellos por debajo de un nogal, al cascajo del río, para atravesar en calzoncillos y a nado Francia; 18 restantes fueron detenidos a tiros y cogidos al salir del fuerte” (68). Este relato estaría incompleto sin la narración que nos ofrece Pirala: "Había en el puente de Endarlaza, sobre el Bidasoa, una casa aspillerada guarnecida con 36 carabineros y el teniente García, que resistieron valientes algunas embestidas. El 4 de junio les atacó Santa Cruz con su cañón, y cuando después de defenderse seis horas los carabineros tenían seis muertos y casi agotadas las municiones, se les ofreció perdonarles la vida si se rendían; lo consultó el oficial con sus soldados, quienes al ver la inutilidad de prolongar la resistencia y sin esperanza de socorro, acordaron la rendición, no sin inspeccionar antes si se podría salvar la distancia que hay entre la casa hasta un punto vadeable del río; pero volvió diciendo que á menos de 100 metros estaban más de 500 carlistas, que matarían seguramente a cuantos intentaran correr aquella distancia. Algunos que intentaron salvarla, fueron víctima excepto unos cuatro ó cinco que corrieron bien. El teniente y 23 carabineros quedaron prisioneros y fueron poco á poco inhumanamente fusilados sin recibir los auxilios espirituales" (69).
Una vez hechos prisioneros y previendo el fin que les aguardaba, el teniente y máxima autoridad de los carabineros Valentín García “se arrodilló a los pies de Santa Cruz y abrazándole las piernas le pedía piedad. El Cura por toda respuesta, mandó le mostraran la bandera que llevaba dibujados una calavera y el letrero de Guerra sin cuartel, a cuya vista desfalleció terriblemente el pobre” (70) (71).




Episodio ocurrido en Endarlaza, visto en cómic.
"Gabai. La Historia de Nuestro Pueblo. El Cura santa Cruz". Guión Rafael Castellano y dibujos por Stesó. Lur Argitaletxea S. A. 

Quiso Santa Cruz castigar severamente a los carabineros, no por su obstinada resistencia que sin duda valoraba, pero por su traicionero tiroteo cuando sacaron bandera blanca y que antes mencionamos. De no haber sido por esta perfidia es muy probable que hubiesen sido desalojados los defensores del fuerte con honores militares.
Enseguida mandó el cura alinear a los reos en la carretera que conducía a Vera para ajusticiarlos, cuando por allí apareció el párroco de la cercana población francesa de Biriatou dispuesto a confesarlos lo cual le fue denegado por la premura de tiempo ya que debido al fragor del combate estarían sin duda advertidos los liberales y no tardarían en enviar una columna, y así dio orden de ejecutarlos sin ningún tipo de asistencia espiritual. Tanto Pirala como los testimonio anteriores no coinciden a la hora de enumerar los muertos, pero en su momento se encargó un pormenorizado informe oficial al comandante de Carabineros en el que los computa detallando las circunstancias exactas en las que encontraron la muerte: "El Comandante de Carabineros de Guipúzcoa en la 2ª Compañía, envía relación nominal de los individuos de esta Compañía que fueron muertos en el puente de Endarlaza el día 4 de Junio, en la forma que se expresa: 28 fusilados después de prisioneros.
2 muertos en la lucha fuera del reducto.
3 ahogados al pasar el río.
1 muerto en la lucha dentro del fuerte.
1 quemado en el fuerte después de herido.
En total 35: 1 teniente, 2 sargentos, 2 cabos, un corneta y tropa. El Ayuntamiento de San Sebastián, para aliviar la situación de las familias de los 35 carabineros asesinados por los carlistas en Endarlaza, el día 4, abre una suscripción popular el día 11, encabezada por el Ayuntamiento"
(72).
Si la guarnición la componían 39 hombres y 35 oficialmente fallecieron, concluiremos que 4 fueron los sobrevivientes a la masacre que lograron huír arrojándose al Bidasoa. Como botín de guerra obtuvo la Partida entre otros pertrechos, 27 fusiles Remington y dos cajas de municiones. Existe hoy día un monumento en el lugar donde sucedieron los hechos, erigido en 1913, para honrar la memoria de los carabineros caídos, en el que figuran tanto sus nombres como empleos dentro del Cuerpo (73).


"La Flaca" - en su edición correspondiente al 18 de junio de 1873-, dedica a raíz de lo sucedido en Endarlaza la presente sátira en la que aparecen Santa Cruz y Dorregaray entreteniéndose jugando en el Norte a la "gallinita ciega" con el general liberal Nouvillas, mientras Savalls, Doña Mª de las Nieves y su marido el Infante Don Alfonso Carlos de Borbón hacen lo propio en Cataluña con el general García Velarde.

El general liberal Nouvillas publicó como respuesta a este ataque una airada comunicación, en la que hacía directamente responsable a Elío de la barbarie: “Ejército de operaciones del Norte.=E.M.G.=Orden general del día 7 de junio de 1873, en Echarri-Aranaz.=El destacamento del puente de Endárlaza, compuesto de 39 carabineros, se ha dejado sorprender el día 30 del corriente. El oficial y 26 carabineros, rendidas las armas y prisioneros de guerra, han sido bárbaramente maltratados, y con aleve villanía pasados por las armas. Después de que ha tomado el mando de los bandidos de D. Carlos, su pretendido Ministro de la Guerra, titulado general D. Joaquín Elío, de esta manera inaugura su campaña. El desastroso fin de nuestros compañeros es el que os espera, si cometeis la torpeza de dejaros sorprender, con la cobardía de rendir las armas que la República os ha confiado para la defensa de la libertad. Han inaugurado la guerra a muerte; así lo quieren, así sea; ojo por ojo, diente por diente. La sangre de vuestros hermanos reclama más energía y más actividad que nunca, para acabar de una vez con esos vándalos. Que en nombre del altar y del trono llevan el pillaje y el exterminio, como enseña de sus propósitos de feroces instintos. Soldados: ya que vuestros enemigos huyen siempre de vuestras bayonetas, necesario es que redoblemos hoy nuestras marchas, para que no les quede ni aun el recurso de la fuga; nuevos esfuerzos espera, y no duda ni un momento los haréis con entusiasmo, al grito de ¡Viva la República!" (74).


Exagerada caricatura en la que representa a un Santa Cruz "bípedo de la raza felina, de la clase de los carniceros".


En cuanto Lizárraga tuvo noticias de lo de Endarlaza no pudo menos que exclamar que “era trabajar a favor del infierno” eso de fusilar a prisioneros sin confesión, y su indignación aumentó aún más al informarse que Santa Cruz había ordenado en Echalar propinar 150 palos al teniente coronel carlista Juan José Amilibia (75), muy respetado por Lizárraga, acusándolo de “ojalatero” (76) y traidor por haber rendido sus fuerzas cuando el convenio de Amorebieta. También por esas fechas dispuso el cura que las prostitutas que se hallaren bajo su jurisdicción militar debían ser expulsadas de España, y si reincidieren, pasadas por las armas, y publicó un bando en el que a sí mismo se arrogaba de amplios poderes en cuestión de salvoconductos, circulación de mercancías, registros de aduanas y correspondencia postal.


Sellos postales carlistas con la efigie de Don Carlos VII.


Lizárraga, ya muy exacerbado y consciente que la prensa liberal se hacía eco y aún exageraba las acciones de Santa Cruz con el consiguiente descrédito para las armas carlistas a nivel incluso internacional (77), firmó el 8 de junio una proclama dirigida a los guipuzcoanos en la que le acusa de ser funesto para la causa y les exhorta a abandonarle: “Guipuzcoanos: ¿A qué habeis salido á campaña? ¿No habéis salido á defender la causa de la religión, de la patria y del rey legítimo, que es la de nuestros fueros?
Pues mirad lo que hacéis sirviendo á las órdenes de don Manuel Santa Cruz, y os convencereis de que no defendéis tan sagrados objetos.
[...] Santa Cruz se atreve á proclamar en su bandera la guerra sin cuartel, y practica fusilando á los prisioneros que caen en sus manos.
[...] ¡Guipuzcoanos! Habéis salido á campaña para defender algo más grande que los caprichos de Santa Cruz. Abandonadle, y al hacerlo estad seguros que ni os faltaran jefes valerosos y entendidos que os dirijan al combate, ni ocasiones de mostrar decisión por la santa causa. ¡Guipuzcoanos! Santa Cruz será vuestra perdición. Abandonadle, abandonadle cuanto antes si queréis evitar al rey y á Guipúzcoa días de amargura y de desolación, que no tardarán en traer las locuras de este hombre funesto” (78).
Otro tanto hizo el diputado Dorronsoro el 12 de junio, en carta dirigida a un diputado en la que manifestaba que Santa Cruz “había olvidado los deberes de sacerdote católico, apaleando sin piedad á amigos y enemigos, y matando sin confesión á los vencidos, habiendo escarnecido nuestros principios políticos, negando de palabra y de hecho la obediencia debida á los superiores legítimos y al Rey […] Es llegada la hora de hablar. Diga usted a sus amigos que Santa Cruz es en el campo carlista un faccioso, un rebelde á toda autoridad, la deshonra de nuestra hermosa bandera: dígales que vean en las crueldades de Santa Cruz el sistema que ha adoptado para llegar, imponiéndose por el terror adonde nunca pudieron aspirar la oscuridad de su nombre y la escasez de sus dotes […] preferiría, y lo mismo mis compañeros, caer en manos de una columna republicana que en las de Santa Cruz; que Santa Cruz es hoy el peor enemigo de la causa, y que si el estado del alzamiento en Guipúzcoa es hoy más fatal que el primer día, nadie más que Santa Cruz tiene la culpa y la responsabilidad; que Santa Cruz no tiene la travesura del guerrillero ni el valor personal del cabecilla, como estoy de ello convencido y se lo demostraré á usted con nuevas pruebas… que Santa Cruz es, en fin, un miembro podrido de la comunión católico-monárquica” (79).
Haciendo oídos sordos al clamor de sus jefes, Santa Cruz continuó impertérrito al frente de sus huestes “aquellos primarios, aquellos hombres sencillos, no vacilaban un momento. Sólo el cura representaba para ellos el interés supremo de la causa y las probabilidades de la victoria. Y, sobre todo, no querían otro jefe, no concebían poderse batir sino bajo sus órdenes. Se acordaban de Aya, y en su corazón leal se despertaba un desprecio profundo para los grandes jefes del carlismo” (80). Penetró en Alegría con 200 hombres para partir a las pocas horas; prosiguió sus arremetidas contra el ferrocarril en Beasain, incendiando vagones, incautándose de correspondencia, bienes y equipajes, causando daños por valor de 5.000.000 de reales (81). Atacó por sorpresa, aunque infructuosamente, la fábrica de municiones carlista de Peñaplata, obra predilecta de Dorrosoro; y batió con su cañón el Ayuntamiento de Oyarzun donde se había refugiado la guarnición liberal.


Ataques a la vía férrea.
"Se presentó [en Beasain] Santa Cruz con unos 80 hombres, yendo con cuatro de vanguardia Luchia el de Hernani. Empezaron estos á destruir el fuerte y la estación, incendiándola, usando de paja rociada con petróleo, sin permitir se libraran ni los libros de la administración del ferro-carril, maltratando al jefe y al factor, que quedaron arrestados para ser conducidos á Ataun. A seguida mandó Santa Cruz al alcalde y al jefe de la estación señor Echevarria, quien en cumplimiento celoso de su deber no quiso abandonar los intereses que le estaban confiados, aun sacrificando su vida, sacaran las barricas que había en el muelle; acercóse el cura al edificio que ardía, le contempló, se dirigió al muelle de mercancías, abrió por sí mismo tres puertas de un coche de segunda clase, mandó poner paja y rociarla con petróleo y se prendiera fuego, propagándose éste al próximo almacén de mercancías, donde había 152 barricas de vino de los señores Goullipe, de París, otros efectos y medio wagón de equipajes para Francia, que la presencia de Santa Cruz impidió que aquella misma tarde se enviasen en carros á la frontera. Apoderándose los carlistas de los equipajes, y consumado el incendio marchó Santa Cruz á Ataun. Al día siguiente, no satisfecho sin duda de su hazaña, se presentó de nuevo en Beasain con 200 hombres; detuvo los coches de la carretera, quemó toda la correspondencia de uno de ellos, robaron relojes, exigieron cantidades de rescate, y al anochecer se retiró á Ataun". (Antonio Pirala, "Historia Contemporanea. Anales de la Guerra Civil").


Incendio a la estación de Beasain. "Historia de España", editor: Manuel Alonso García; documentación y textos: Jorge Alonso García; equipo dibujantes: Francisco Agrás, Alberto Solé, Luis Collado, Félix Carrión. Editorial Genil, S.A. Granada, 1986.
 
"El incendio de la estación aquella había sido muy hermoso, y mucho más hermosa ver la máquina suelta a todo vapor hacerse añicos. Los trenes eran la mejor ayuda de los negros; los trenes, invención de Lucifer, impedían el desarrollo de la guerra, eran el enemigo, y un potente motor de liberación. ¡Grande encanto el de destruir aquellos artefactos, verlos hechos trizas! ¡Que hicieran nuevos! (Miguel de Unamuno, "Paz en la guerra").


Ayuntamiento de Oyarzun.
 
"Quince disparos sucesivos apenas si consiguieron desconchar la magnífica fachada de sillería. Sólo el herraje del balcón sufrió algunos embates. Confirmada por Santa Cruz la ineficacia del tiro, hizo aproximar el cañón hasta la plaza, mientras los santacrucistas, desde las casas vecinas al Ayuntamiento, con bombas de mano trataban de descubrir en aquel edificio algún material inflamable, para hacerlo pasto de las llamas. ¡Inútil empeño! Los liberales, encerrados en aquella fortaleza improvisada, dirigían contra ellos por todas las aberturas un fuego eficaz. Usando una treta conocida, los santacrucistas asomaban por las ventanas de las casas un palo o un muñeco con boina encarnada para provocar los disparos y hacer que se agotasen las municiones". (Gaétan Bernoville, "La Cruz sangrienta. Historia del cura Santa Cruz").

El 6 de julio se hallaba Santa Cruz con tres de sus compañías en Vera, población navarra a la que acudió el marqués de Valdespina con mayores fuerzas, más de mil hombres, con el propósito de reducir definitivamente al indomable cabecilla. En la primera entrevista que mantuvieron ambos, Valdespina le ordenó destruir u ocultar definitivamente su bandera negra: “Lo primero que le he exigido hoy es que desaparezca la bandera negra; me lo ha prometido. Veremos” (82). Además de lo de la bandera, también le conminaba a firmar un escrito de sumisión al Rey y otro a Lizárraga. Santa Cruz, disconforme con la última de las exigencias pidió meditarlo y consultarlo con personas de su confianza que habían de venir procedentes de San Juan de Luz. “Pretendía sólo ganar tiempo, esperando salir de aquella encerrona para reunirse con los suyos y poder pactar en condiciones más ventajosas” (83).


Marqués de Valdespina.


Al irresoluto cura se le añadió el día siguiente una nueva condición a las anteriores: la entrega de su cuartel en Arichulegui. Santa Cruz, quizá coaccionado ante la superioridad numérica de efectivos con los que contaba el marqués, o quizá hastiado de tanta incomprensión de los que se suponía eran sus correligionarios, lo cierto es que contestó que firmaría un documento sometiéndose al Rey, hacer entrega de sus fuerzas y del fuerte de Arichulegui, prometiendo no marchar hasta verificar las entregas. El acuerdo lo firmó el día 9 de julio de 1873, recibiendo a cambió un salvoconducto que le facultaba viajar al extranjero. Aprovechando que los ánimos de Valdespina estaban apaciguados en virtud al acuerdo refrendado y a la oscuridad de la noche, Santa Cruz junto a uno de los suyos huyó a Francia sin cumplir el pacto, al no haber trasferido personalmente la entrega de Arichulegui con la artillería, hombres y pertrechos que contenía. A la mañana siguiente se personó el mismísimo Lizárraga en Vera (84), sin duda para prenderlo y fusilarlo, pero el indómito sacerdote ya estaba a salvo en Francia. El cura no reconoció su huída como tal, y en carta dirigida a Don Carlos el 18 de julio -dos días después de que este último penetrase en España por segunda vez- expone sus motivos para su inopinada evasión de Vera: “Yo no quiero hablar de lo que pasó en Vera en los días 7, 8 y 9. Pudo haber faltas de mi parte, lo confieso, y pido a V.M. que considerando mi difícil posición y atendiendo sólo a los impulsos de su noble corazón, me las perdone.
Con objeto de pedírselo
[el perdón] a V.M. de rodillas, pasé la frontera el día 10, y mientras tomaba mis disposiciones para acercarme a V.M., burlando la vigilancia de la gendarmería francesa que corría toda ella la frontera para prenderme, V.M. se dirigía por la parte de Sara a España para ponerse al frente de sus leales y valientes voluntarios” (85).
El solicitado perdón real no llegaría, bien al contrario, Carlos VII había firmado el día 15 una Real Orden en la que declaraba rebelde a Santa Cruz, exigiendo se le tratara como tal si regresaba al campo carlista para ponerse al frente de su Partida (86). El brigadier González Boet llegó a afirmar, infundadamente, que el propio Rey carlista estaba celoso de la gran popularidad del sacerdote y por eso lo quiso apartar de su Ejército:
"Pero la reputación del cura y el entusiasmo de las poblaciones por él fue creciendo de tal modo, que el rey, que es un miserable envidioso, se cargó de oir tanto bombo; y aprovechando un choque que hubo entre algunos generales y el guerrillero, se deshizo de él, desterrándolo de sus estados" (87).


El fiscal Alday.


También se había incoado proceso en contra suya, pero el fiscal encargado del caso, el abogado del cuerpo jurídico militar carlista, Roque Alday, arrojó la carpeta conteniendo la causa por un abrupto barranco en una retirada de Lizárraga, quizá atemorizado por una posible represalia o bien por simpatizar con el encausado.


Sello de la Partida.


Caja del cura Santa Cruz, conservada en el Museo de San Telmo, de la ciudad de San Sebastián.

Iba a estar desterrado en Francia cinco meses, esto es desde julio hasta diciembre, periodo durante el cual la mayoría de los integrantes de la Partida no desafectaron pese a la ausencia de su comandante, ni abandonaron la lucha, sino bien al contrario, la prosiguieron “deseando servir al Rey hasta la muerte, deseos que siempre existieron pujantes en los corazones de aquellos valientes” (88). Mientras tanto, Santa Cruz desplegaba en Francia una agitada actividad con el objeto de remediar la que él consideraba una gran injusticia perpetrada por el que el cura creía un nuevo Maroto, un renovado traidor a la causa, esto es Lizárraga. En septiembre habían sido hechos prisioneros y fusilados por los mismos carlistas dos hombres de su más entera confianza: Francisco Arbeláiz y Esteban Indart, cuando transportaban los haberes de la Partida, 20.000 reales en oro.
La noche del 6 al 7 de diciembre de 1873 repasó la frontera presentándose en Berrobi, cuya guarnición enseguida se puso a sus órdenes. En días sucesivos se le iban a sumar un total de 18 compañías de voluntarios, "cuando éstos defendían la línea de Andoain contra Moriones y Loma, durante la batalla de Belavieta" (89), a los que condujo hasta el pueblo de Asteazu, donde se encontraba Lizárraga al frente de reducidas fuerzas. El cura rodeó el pueblo, ordenó al capitán Pedro Antonio de Ezcurrechea, alias “Antuxe” penetrar en la población con cuatro de sus compañías en busca de Lizárraga con el objeto de parlamentar y lograr así “a que le tratase de igual a igual, a fin de llevar la lucha de común acuerdo” (90). Pese a que el general se hallara en desventaja, logró desarmar al capitán santacrucista y a sus hombres. El cura, que como sabemos aguardaba en las afueras del pueblo, una vez comprobada la insidia de la que era objeto sus voluntarios por parte de Lizárraga, en lugar de ordenar un ataque contra su viejo enemigo en el que podría haberlo hecho prisionero si así lo hubiese deseado, con el corazón transido de dolor, para evitar lo que sin duda produciría una auténtica guerra civil en las filas carlistas, resolvió ordenar la retirada, abandonando a la fracción de sus hombres cautivos en Asteazu (91). El cabecilla explica su proceder en una carta dirigida a Don Carlos VII: “[…] efectivamente me presenté el día 7 de Diciembre último en Asteasu al frente de las fuerzas que por aquella parte existían. Pero bien pronto un conjunto de circunstancias imprevistas y la fatal coincidencia de dirigirse entonces mismo hacia aquel lado Moriones con fuerzas respetables, me hicieron comprender que lejos de favorecer a los intereses del partido, iba por el camino que había emprendido a perjudicarle en gran manera. Por eso tomé inmediatamente la resolución de retirarme para no dar lugar a una lucha entre hermanos y que el enemigo no se aproveche, contra mi voluntad, de nuestras divisiones, como lo verifiqué saliendo aquel mismo día de Asteazu y entrando poco después en Francia” (92). Sería este hecho de armas el último en la vida de Santa Cruz. Ordenó a las compañías que mandaba marchar en diferentes direcciones, reservándose unas docenas de hombres a los que condujo hasta una borda abandonada. Todos se retiraron a dormir, menos el cura, quien valiéndose de la oscuridad de la noche y del descanso de sus fieles guerreros tomó el camino con objeto de alcanzar la confinidad de la frontera con Francia. Quiso jugar una última baza escribiendo a Dorronsoro solicitándole una entrevista, la cual le fue negada por el diputado que le aconsejó en cambio atravesar la raya francesa. Una vez rebasada no regresaría jamás. El grueso de la Partida santacrucista, ya sin su cabeza, decidió presentarse en Oñate a indulto, el cual no amparaba a la oficialidad.


Detalle de la caricatura publicada por "La Madeja Política" el 30 de mayo de 1874 y que lleva por título "Corpus Carlisti. La procesión va por fuera". Entre los muchos personajes que aparecen en la composición -Carlos VII, Dña. Margarita, Obispo Caixal, Savalls, Dorregaray, Miret, el infante Don Alfonso Carlos, Dña. María de las Nieves, Valde-Espina, etc- destaca el cura Santa Cruz.

Al final, en cruel paradoja, los carlistas se ensañarían con la figura de Santa Cruz, mientras los propios liberales reconocieron que su labor al frente de su Partida había sido cuando menos efectiva: "Si en Guipúzcoa no hubiera empleado este cabecilla su terrible y bárbaro sistema, acaso la insurrección no hubiese pasado de ser insignificante, y se comprende que así sucediera en una provincia, que siendo la más pequeña de España en extensión territorial, tenía tan levantado espíritu liberal, que contaba con gran número de voluntarios que formaban parte de las guarniciones de 38 pueblos" (93).


D. Manuel, desterrado en Francia;
no volvería a pisar suelo español.  
"El más destacado de los jefes de partida aparecidos en Guipúzcoa aspiró a que la guerra se hiciese en aquellas montañas bajo su mando y no con tropas regulares. Pero si la guerrilla fué imprescindible al principio, cuando prestó grandes servicios Santa Cruz, cuya mágica nombradía arrastró a la juventud guipuzcoana, luego, forzosamente habían de cambiar las cosas. Y el Cura, que tenía todas las virtudes del guerrillero, tuvo todos sus defectos también, y al tropezar con Lizárraga, que si sabía batirse no sabía mandar, no supo obedecerle Santa Cruz. Tirantes las relaciones entre ambos, intervinieron Valdespina, Dorronsoro y algunas otras personas y terminó la cuestión marchando el Cura a Francia. Sus mozos fueron incorporados a los batallones, y Santa Cruz, figura verdaderamente popular, siguió vagando en espíritu por los caseríos más remotos y por la fragosidad de Arichulegui. Las preocupaciones creadas por estos incidentes ni amenguaron los ánimos ni disminuyeron la velocidad con que la máquina guerrera del Carlismo marchaba. El creciente estruendo ahogaba toda otra voz. Y millares de brazos solicitaban fusiles, millares de cabezas pedían con urgencia boinas, y ante la opresión, los desafueros y agravios que sobre España pesaban un torbellino de multitudes llamó con imperioso ademán a Carlos VII. (Juan José Peña e Ibáñez, "Las Guerras Carlistas. Antecedente del Alzamiento Nacional de 1936").

Temeroso el Cuartel Real carlista que Santa Cruz deseara regresar a España para proseguir el combate -aún gravitando sobre él apercibimiento de muerte si lo hacía-, y con el objeto de alejarlo de la frontera se realizaron gestiones, en las que intervino la Reina Doña Margarita, para lograr sus detención por parte de las autoridades galas siendo apresado por los gendarmes en marzo de 1874, mientras se hospedaba en la localidad francesa de Ciboure en casa propiedad de la dama legitimista Madame Dupont-Delport, ahuyentando así los carlistas una amenaza que consideraban perjudicial para la causa en la escena internacional, máxime en esas fechas que creían iban a tomar Bilbao: "Francia, donde se está tratando de obtener el reconocimiento de los carlistas como beligerantes. Las historias y crueldades del cabecilla Santa Cruz perjudicaban mucho a la Causa e incluso enfriaban a los legitimistas franceses. La propia Reina se ve obligada a tomar cartas en el asunto, ya que cada día los periódicos franceses, deseosos de sensacionalismos, publicaban sus andanzas, ampliadas o imaginadas por los liberales, como un nuevo serial terrorífico"
(94).
De la villa costera lo llevaron a Bayona, en cuya cárcel lo retuvieron unos días, para ser finalmente conducido a la Prefectura de París, de donde salió libre con destino a Lille (Francia).
Santa Cruz sufrió el más amargo destierro por más de media centuria.
Al principio del mismo fue objeto de calumnias que le acusaban de cabrerista (95) y desafecto a don Carlos VII (96), ya que algunos de sus voluntarios habían cambiado de bando a raíz de haber tomado su jefe el camino del exilio. Como ya no le era posible demostrar su fidelidad al Rey en el campo legitimista al frente de sus hombres (97), optó por escribir desde Lille el día 31 de marzo de 1875 un manifiesto en español y vascuence dirigido a sus "amigos de la frontera" en la que dejaba bien clara su posición actual, de forma rotunda e inequívoca: "Mi indignación y dolor son grandes al saber que mis amigos y compañeros de armas han sido engañados y arrastrados a seguir al niño revolucionario Alfonso, valiéndose de medios bajos y viles, jugando con mi nombre. Ingrato sería a la benevolencia y amistad que hasta hoy me han dispensado tantos católicos; miserable sería si tal cosa hiciera. No. Por nada del mundo, no quiero manchar mi honor de católico.
Prevengo a todos mis amigos de España y de la frontera que no den lugar a los traidores, que no manchen su honor siguiendo a los ambiciosos. Bien les pesaría. Les engañan, les engañan. Todo cuanto les digan de mí, es falso. ¡Pasar a combatir al lado de los enemigos! Por nada del mundo.
Espero que todos mis amigos me escucharán; pero si, lo que no es de esperar, obedeciendo a la pasión de la venganza, reniegan de la Bandera que con tanto valor y fidelidad defendieron conmigo, desde este momento dejan de ser católicos, dejan de ser buenos vascongados y por consiguiente dejan de ser mis amigos.
Sepan que renuncié por completo a la política, y estoy preparándome para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa.
Al suponerme bajo las órdenes de Alfonso y Cabrera, me han hecho una grande injuria, han atacado mis principios; y por mi honor y por el de todos mis amigos españoles y franceses, debo aclarar que siempre he defendido la bandera de Dios, Patria y Rey; que jamás me he separado de ella; que jamás he tenido la menor parte con los enemigos de nuestra santa Causa, representada por Don Carlos VII"
(98).


Manifiesto a "mis amigos de la frontera" -"nere adisquide Francia-mugan daudenai"-, en vascuence (archivo Víctor Sierra-Sesumaga).


Acude al colegio de jesuitas de Lille, el San Mauro, donde se prepara de nuevo para el sacerdocio obteniendo de Roma, por intermediación del cardenal Reignier, la remisión de todas sus irregularidades canónicas. Será precisamente en el país galo donde le sorprende la noticia que Don Carlos había definitivamente abandonado España el 28 de febrero de 1876 dándose por perdida la guerra.
Marcha posteriormente a Londres donde se entrevista, ya exiliados ambos, con el propio Don Carlos VII. Este encuentro fortuito no pasaría de mera anécdota de no ser porque fue esta la única ocasión en la que personalmente se vieron Rey y guerrillero en vida, siendo aprovechada por ellos para limar asperezas hasta el punto de confesarle Don Carlos: "Ya sé que no he tenido súbdito más fiel que usted" (99), por lo que nos detendremos en dos testimonios que refieren el hecho. Julio de Urquijo lo relata en estos términos: "De la famosa entrevista de Londres me habló repetidas veces Don Carlos. La refería en la siguiente forma: -Un día asistí a misa en Londres en unión de tres Pepes: Pepe Orbe, Marqués de Valde-Espina, Pepe Suelves, Marqués de Tamarit, y Pepe Ponce de León, Marqués de Casa León. De pronto, uno de ellos me dijo: -Señor, el sacerdote que dice la misa es Santa Cruz-. Terminada ésta, encargué a uno de mis acompañantes fuera a la sacristía y, sin decir que iba enviado por mí, hablara de que yo me hallaba en Londres. Santa Cruz preguntó, como consecuencia de esa conversación, si yo le recibiría, y yo le recibí. Lo primero que le dije fué: -Santa Cruz, tengo que decirle que si hubiera encontrado a usted en el campo de batalla, me hubiera creído en el ineludible deber de mandarle fusilar, pero ahora somos dos españoles desterrados y todo queda olvidado-.
Don Carlos convidó después a almorzar a Santa Cruz y tuvo con él una larga conferencia, de la que nunca quiso hablar, pero de sus conversaciones se deducía que, si bien había perdonado al cura guerrillero, nunca aprobó su conducta durante la guerra.
Don Carlos era demasiado noble y veraz para no haber rectificado, si hubiera creído haber cometido una injusticia"
(100).
El conde de Melgar -quien destina un capítulo entero de su libro de "memorias" para ajar la fama de Santa Cruz - por su parte ofrece una versión chusca y a nuestro juicio nada verosímil del encuentro, pero la traemos dado que aporta algún detalle de interés que se le escapa a Urquijo, como la iglesia londinense donde el sacerdote oficiaba Misa -otros autores como Azurmendi sostienen que la Eucaristía se había celebrado en la Residencia de los Padres de la Compañía de Jesús, de Londres-: "Atravesando [Don Carlos] Londres un domingo, entró para oír misa en la iglesia de los capuchinos de Kensington. Uno de sus criados, llamado Lorenzo Arburu, que había hecho la guerra en la partida del cura de Santa Cruz, reconoció con asombro a su antiguo jefe en la persona del sacerdote que oficiaba, lo cual le conmovió mucho, pues, como todos los que habían servido a sus órdenes, sentía hacia él verdadera admiración. Comunicó su descubrimiento a don Carlos, quien al principio no le dió crédito.
-Lorenzo- le dijo-, te engañan tus ojos y tus deseos. Pero finalmente, cediendo a las apremiantes instancias de su criado, le permitió entrar en la sacristía para cerciorarse del hecho.
-Si es el mismo- añadió don Carlos-, tráemelo al hotel y dile que almorzará conmigo.
En efecto, era él. Con la emoción que se puede imaginar siguió al criado, y cuando se vió en presencia del Rey -a quien nunca había visto-, cayó de rodillas y prorrumpió en lágrimas. Golpeando el suelo con la frente, repatía sin cesar:
-Perdón, Señor; perdón por todos mis crímenes; perdón por el descrédito que han podido atraer sobre nuestra santa Causa mis crueldades. Estaba loco, señor, de una locura patriótica, es verdad; pero que, como todas las locuras, me privaba de la razón. Dios me ha abierto, al fin, los ojos, y desde hoy, profundamente arrepentido, quiero consagrar el resto de mi vida a lavarme de mis faltas, practicando la caridad que tanto he desconocido.
Aquella fué la primera y la única entrevista entre don Carlos y su fogoso partidario
(101).

 
Santa Cruz misionero en Colombia y su sepultura. 
"En la evangelización de los indios puso el mismo ardor que en la montaña guipuzcoana, y cuando los congregaba para misionarlos, los llamaba con una corneta, que al extender por los campos sus sones guerreros, llevaría a su alma melancólica nostalgia de la alejada juventud. El padre Loidi, al decir de los que le vieron en América o con él mantuvieron relación, no se consideró nunca un convertido, ni siquiera un arrepentido: <<Yo quizá haya obrado mal al lanzarme a los horrores de la guerra, revestido de mi carácter sacerdotal; pero mis intenciones fueron siempre rectas>>. Así escribía en cierta ocasión. Santa Cruz, lo mismo al frente de sus muchachos, para quienes tocar a una mujer imponía pena de la vida, que al frente de los indios evangelizados, a quienes conducía militarmente, creyó siempre servir la causa de Dios. Fué un brote retrasado del siglo XVI español".
(Conde de Rodezno, "Carlos VII. Duque de Madrid"). "Sin duda era un ardiente e impaciente espíritu, que al abandonar las luchas guerreras, se consagró con la misma vehemencia, calor y brío a la divina tarea de convertir infieles". (Román Oyarzun, "Historia del Carlismo").

Firma de D. Manuel Santa Cruz


Plumilla representando a Don Manuel









Firma del Padre Loydi








De la capital británica zarpa en octubre de 1876 hacia el continente americano, tierra en la que iba a ejercer un seráfico apostolado misionero entre los más desfavorecidos, consagrando el resto de su vida a su sagrada vocación sacerdotal. Así, para romper de alguna manera con su turbulento pasado quiso renunciar a su primer apellido, sustituyendo éste por el materno, pasando en lo sucesivo a firmar como Padre Loydi.
Recaló primero en Jamaica en 1876, luego en Belize, para trasladarse de nuevo a Jamaica hasta finales de 1891 cuando toma su rumbo para Colombia, país del que hizo su postrero y definitivo hogar. Allí, entre las abruptas montañas del Sur del país andino, "[...] en el caserío de Buesaco, departamento de Nariño, República de Colombia, en cuyos parajes naturales se encuentra la aldea de San Ignacio" (102) halló el cura errante semejanzas geográficas y de carácter de los nativos con las de su Guipúzcoa natal, lo que sin duda le serviría de gran consuelo. Intervino a instancias de su superior el Obispo de Pasto Monseñor Ezequiel Moreno -canonizado por Juan Pablo II-, en calidad de asesor del ejército conservador colombiano durante la Guerra de los Mil Días. Ingresó en la Compañía de Jesús el día de San Ignacio de 1922.
Falleció el 10 de agosto de 1926 rodeado de santidad -hasta el extremo que algunos reconocen en la veneración a Santa Cruz propiedades milagrosas en la lucha contra el cáncer (103) (104)-, entregando su alma a Dios en su querida misión de San Ignacio de Pasto, Colombia, donde fue inhumado.

Copiamos a continuación un fragmento de la interesante entrevista concedida en julio de 1887 por Carlos VII al diario “El Independiente” de Chile, titulada “El Duque de Madrid y su política” (105), con ocasión de su viaje emprendido por la república hispanoamericana, en la que es preguntado por Santa Cruz. Don Carlos contesta a las preguntas formuladas al tiempo que enfatiza la escasa relación, por no decir nula, que mantuvo con el sacerdote-guerrillero durante la guerra, queriéndose así desvincular de cualquier responsabilidad en las atrocidades perpetradas por el cura, muchas veces exageradas pero profusamente aireadas por la prensa liberal. Hoy sabemos que es cierto lo que Don Carlos cuenta al periódico, aunque tampoco deja de serlo que el Rey sabía desde el principio y estaba puntualmente informado de las acciones de Santa Cruz, dejándole  hacer, hasta que en un punto dado, abrumado por las acusaciones de sus consejeros y generales -mayormente formuladas por Lizárraga-, decidió apartarlo de su ejército dando además la orden de ser perseguido y fusilado si volvía al campo carlista.
Nosotros- Mucha ignorancia hay en el extranjero sobre la guerra del 72. 
Don Carlos- Es natural. Sobre el lomo del caballo no teníamos tiempo nosotros para preocuparnos sino de las operaciones militares. Concluída la campaña se ha escrito sin embargo algo, y hoy se han aclarado muchos puntos. Los mismos enemigos han publicado escritos relativamente imparciales.
N.- En América el juicio público continúa tan extraviado como cuando recibíamos las correspondencias de sus enemigos. He leído en estos días que Santa Cruz fue por su causa lo que Zumalacárregui para su antecesor.
D. C.- Pero eso es demasiado. No se dice tanto en Europa.
N.- ¿Llegó Santa Cruz siquiera á ser general suyo?
D. C.- No estuvo jamás á mis órdenes, ni formó parte de mi ejército. Le diré más: no he conocido á Santa Cruz en España. La única vez que le he visto fue en Londres algún tiempo después de la guerra.
N.- Me sorprende lo que oigo. ¿Y qué papel hizo Santa Cruz en la guerra?
D. C.- Santa Cruz estaba una mañana en la parroquia de que era Cura, diciendo misa, cuando llegó una partida de soldados á prenderle como sospechoso de conspirador carlista. La partida esperó el término de la misa para notificarle la orden de arresto. Impuesto de ella Santa Cruz pidió le permitieran tomar algunos objetos antes de marchar, pero apenas se vió en el interior de la parroquia escaló murallas, y en lugar de ir á la prisión fue á Francia. Aquí ofrecióse á la Junta, que preparaba la guerra, para introducir en España pertrechos y armas, pues conocía muy bien el país. Se le dieron al principio pequeñas cantidades que llevó con éxito á su destino, y fue así haciéndose necesario. Armó más tarde alguna gente para defender los convoyes que conducía, y tuvo combates y expediciones felices que le dieron gran prestigio. Esa es la historia militar de Santa Cruz bajo las órdenes de mis generales. Después el hombre se independizó por completo, se negó á seguir las órdenes de Lizárraga, que inició las operaciones en Guipúzcoa, y con la buena intención de creer que nadie podía hacer ni comprender mejor la guerra que él, se rebeló contra mis fuerzas. Seguía él gritando ¡viva Carlos VII! Pero no atendía ni á las órdenes ni á las amonestaciones que yo le enviaba. Como era natural, duró esto sólo unos cuantos meses. La manera de hacer la guerra Santa Cruz no podía yo aceptarla, ni por sus procedimientos para con mi ejército, ni por los que usaba con el enemigo. Le condené a muerte y ordené perseguirle. Santa Cruz se encontró entonces en una extraña condición: perseguido por los nuestros y por los enemigos. A los nuestros les evitó siempre el combate. Por fin huyó á Francia.
N.- He escuchado con interés su narración, no sólo por el interés histórico que tiene, sino porque ella me manifiesta la ninguna responsabilidad que le afecta por los excesos de Santa Cruz.
D. C.- Antes que yo entrara en España, ya Santa Cruz era perseguido por mi orden.
N.- Sin embargo, sus enemigos procuran hacerle responsable de sus actos.
D. C.- ¡Ah! Mis enemigos no excusan armas para combatirme; pero estoy tan acostumbrado que ya ni las más torpes calumnias me las tomo en cuenta.
N.- Me había dicho que en Londres vió por primera vez á Santa Cruz.
D. C.- Sí. Oyendo misa en una ocasión, un criado que me acompañaba me dijo que el sacerdote que celebraba era Santa Cruz. Yo creí que era imaginación de mi criado que veía á Santa Cruz en todas partes. Como aquél insistiera, le mandé cerciorarse yendo á la sacristía, y resultó la verdad. Le envié entonces á llamar. Vino y me pidió mil perdones por sus actos de rebelión; pero aún mantenía la convicción de que su manera de hacer la guerra había sido la única posible para lograr el triunfo. Creo por eso que es un hombre extraviado en su criterio, pero sin preconcebida mala intención.
N.- ¿Y no le recordó su persecución?    
D. C.- Sí, hablamos de ella, y yo le manifesté que me alegraba no le hubieran cogido mis soldados, porque á ello debía el verle vivo en Londres.
N. ¿Y no ha vuelto á encontrarle?
D. C.- Nunca. En este viaje, á mi paso por Jamaica, supe que se encontraba allí, pero no le ví".



"Tuve para mis combates una bandera negra, con el fin de persuadir a mis muchachos que no había que capitular si no vencer o morir
". (Manuel Santa Cruz).

"Al contemplar dominando a aquella
turba guerrera a la dulce Virgen y a su mansísimo esposo [se refiere el autor a la bandera del 1er. Batallón de Navarra que llevaba bordada en una de sus caras la imagen de la Purísima y en la otra la de San José], recordó Ignacio la calavera del estandarte negro de Santa Cruz. Y sin poderlo evitarlo, parecíale lo del cura guerrillero más genuino, más adecuado, más viril". (Miguel de Unamuno, "Paz en la guerra").


La bandera es de seda, negra, en forma de pendón. Su anverso lleva en su parte inferior cosidas una calavera blanca sobre dos huesos cruzados del mismo color y sobre éstos la leyenda en rojo: “GUERRA SIN CUARTEL”. El reverso lleva el lema también en rojo: “VICTORIA Ó MUERTE”, y en su parte superior una serie de trabillas del mismo tejido que la enseña, quizá añadidas con el fin de servir de soporte a un asta. Todo el perímetro de la pieza esta rematado por un galón dorado, exceptuando su borde superior, y en su farpa izquierda conserva un resto de lo que debió ser otrora un gallardo lazo negro a modo de ornamentación. Según un antiguo integrante de la Partida, Nicolás Itxatxo, la enseña fue vista por vez primera en Aránzazu, creyendo que fue confeccionada en su Santuario, pero debemos el dato definitivo de su origen a otro voluntario carlista llamado Prudencio Iturrino quien aseguró en su día que "la bandera negra, con la calavera y los huesos, había sido bordada por las monjas de Elorrio y estrenada aquí mismo" (106). Mide 146 x 97 cm.
¿Por qué eligió Santa Cruz una bandera negra para su Partida? (107). La respuesta nos la ofrece el propio cura: “tuve para mis combates una bandera negra, con el fin de persuadir a mis muchachos que no había que capitular si no vencer o morir” (108).
Llevaba la bandera en campaña Martolo “el tuerto”, de Aya, llevándose plegada durante los avances y extendida cuando pasaba la Partida por alguna localidad (109), a los sones de los txistus y tambores tocados por los músicos "Toloxa" y "Xabalo" que hacían sonar los acordes del "Oriamendi".
Fue precisamente el abanderado Martolo el que en cierta ocasión se sirvió del asta de la bandera para golpear al alcalde de Cegama por negarse éste a suministrar raciones y alpargatas para los hombres de la Partida (110).
Después de varias vicisitudes (111) pasó al Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona (112), donde fue colocada y expuesta en lugar de honor en la denominada “Sala del cura Santa Cruz” (113) hasta su cierre definitivo en 1965, siendo esta singular pieza una de las más admiradas del mismo (114).


La Bandera del cura Santa Cruz en el Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona, h. 1950.

Además de esta bandera negra existieron una segunda, esta vez roja y con una calavera en su centro para advertir a los espías del peligro que corrían, en su 2ª Compañía, aunque “Santa Cruz, apenas se enteró de la ocurrencia de Hilario [el capitán de la 2ª Cía. que la ordenó confeccionar], la mandó ocultar" (115) y hasta una tercera enseña que ostentaba los colores nacionales, esto es rojigualda (116). Como curiosidad acerca de las banderas de la Partida, los hombres encargados de su porte no llevaban más armamento que una pistola con correaje (117).
Es pertinente traer hasta estas líneas el relato que hace Julio de Urquijo, visitante del Palacio de Loredán (118), entonces propiedad de Don Carlos VII, quien nos refiere que “la primera vez fui de estancia al Loredán, Don Carlos me dijo, poco más o menos, estas palabras: <<Voy a enseñarte, en detalle, el Cuarto de Banderas; no sólo porque esto te interesará, sino porque así podrás mostrárselo a los muchos españoles y extranjeros que vienen a verme>>.
Después de una explicación minuciosa de la procedencia de los trofeos y objetos que allí se guardaban, añadió: <<
Ahora verás algo que no quiero que enseñes a nadie, porque aunque lo tengo aquí, porque en este cuarto conservo todos los recuerdos de la guerra, no lo he aprobado nunca>>. Y descorriendo él mismo unas banderas, puso al descubierto un paño negro con una calavera, dos tibias y esta inscripción: CUERRA SIN CUARTEL ¡Era el estandarte de Santa Cruz!" (119).
Efectivamente, la bandera del cura Santa Cruz estuvo oculta en Loredán -adivinándose únicamente parte de su porción inferior- entre las siguientes banderas, según las contemplaba el espectador: al frente la del 1er. Batallón del Maestrazgo, a la derecha la correspondiente al 1er. Batallón de Lérida y en la izquierda el estandarte del Regimiento de Caballería "Borbón", de la División de Navarra. ¿Cómo llegó la enseña a poder de Don Carlos? La respuesta es que fue incautada por Valdespina en Vera de Bidasoa en julio de 1873, cuando copó a Santa Cruz, entregándosela posteriormente a su Rey (120).
Don Carlos tenía a su servicio en su palacio de Loredán a un antiguo voluntario guipuzcoano llamado Lorenzo Arburu (121) que había combatido en la Partida. Sería digno de verse que cara pondría el fiel criado cada vez que pasaba por delante de la bandera, condenada a permanecer semioculta en el "Cuarto de Banderas" de su Señor. 

 
Palacio de Loredán (Venecia).


"
Cuarto de Banderas", del Palacio de Loredán.

"A mi hijo entrego el estandarte real de mi abuelo Carlos V y las banderas gloriosas que salvé yo mismo, llevándolas á tierra extranjera, para que un día, triunfantes y hermosas, ondeen de nuevo bajo el viento de mi estimada patria. Estas reliquias no se las doy como trofeos de guerras, sino como símbolo de mi inquebrantable fidelidad y abnegación y como testimonio de nuestro brillante pasado y de nuestro hermoso porvenir... Mando á mi hijo que, después de muerta mi estimada esposa, doña María Berta, y sola guardadora de estas banderas mientras viva, se posesione de ellas y las considere el tesoro más grande de su herencia".
(Texto extraído del testamento vital de Carlos VII, otorgado en su Palacio de Loredán, Venecia, el 27 de abril de 1906).


Bandera de Santa Cruz oculta entre otras. "En el centro, entre las dos puertas, bandera del 1er.Batallón del Maestrazgo; debajo, asomando y tapada por la anterior, la bandera negra de D. Manuel Santa Cruz, que le fue quitada por las fuerzas Reales al mando del Marqués de Valde-Espina, al declarársele rebelde”. ("El Estandarte Real: Revista político-militar ilustrada", mayo 1891).

Esta enseña ha tenido siempre un alto valor simbólico, no solamente durante el intervalo de tiempo en el cual fue portada y desplegada en campaña por los santacrucistas en sus avances y por el hecho de haberla conservado y exhibido Don Carlos en su destierro, pero también porque mucho tiempo después, en los prolegómenos de la Guerra Civil Española, sería empleada como evocador vestigio por las masas legitimistas formadas por aquellos hijos, nietos y descendientes de esforzados paladines de antaño, enarbolado su testimonio como axiomático recordatorio que los ideales tan tenazmente defendidos por varias generaciones de carlistas son firmes, inexorables e irreducibles, como atestiguan ambas leyendas portadas entre sus pliegues:
"A principios de 1934, los estudiantes tradicionalistas de Pamplona publican su valiente periódico A.E.T., que dirige Jaime del Burgo, quien, además, los organiza militarmente hasta que es detenido. Por eso los requetés, hombres de todas las clases sociales, en su mayor parte gentes humildes de la ciudad y del campo decían ya en el año 1934:<<Cuando el marxismo gima bajo la suela militar de nuestros zapatos, apretemos bien para que no vuelva a proyectar su funesta sombra en el mundo. Es hora de mantener el Carlismo con intransigencia, y de desplegar, si es preciso, la bandera negra de Santa Cruz>>.
Esta bandera que llevaba la famosa partida del cura Santa Cruz, se encuentra hoy en el Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona. Es negra, lleva una calavera y las dos tibias, y una leyenda en rojo que dice:
<<Victoria o muerte>>.
Esto es ya, como puede comprenderse, una declaración de guerra civil
" (122).
















En 2009 se restauró la bandera de Santa Cruz  por la prestigiosa Fundación Real Fábrica de Tapices, de Madrid.
En la imágen dos trabajadoras de la institución se afanan en su labor bajo la atenta supervisión de su jefa la restauradora Ana Schoebel y de Iñigo Pérez de Rada.


















La bandera de la Partida estuvo expuesta al público en el Museo del Carlismo, de Estella, desde su inauguración en marzo de 2010 a diciembre de 2011, junto a la bandera de los Voluntarios de Roa -1ª Guerra Carlista- y el anverso de la enseña perteneciente al Real Cuerpo de Guías del Rey -3ª Guerra Carlista-. Exposición temporal "Una Historia por descubrir: Materiales para el estudio del Carlismo" (123).


Figura en plomo representando al abanderado de la Partida (124).


Santa Cruz junto a su Bandera




















Como colofón a este trabajo presentamos dos fotogramas que pretenden recrear la Bandera del cura Santa Cruz, por haberse carecido de imágenes fidedignas de la original en su momento. Se llevó dos veces al cine, aunque en ambas ocasiones fue interpretada erróneamente: la primera en un film, hoy lamentablemente perdido, titulado "Zalacaín el aventurero", de Francisco Camacho -estrenado en 1929-, en el que el propio Baroja encarnaba al lugarteniente del cura, Juan Egozcue "el Jabonero", y la otra, dirigida por José María Tuduri "Santa Cruz, el cura guerrillero"(rodada en el verano de 1990), en la que se observa que es copia fiel de la primera a no ser que en la previa se adivina la leyenda "CUARTEL" y en la más moderna "MUERTE".


Film "Zalacaín el aventurero".
Pío Baroja,
en el papel de Egozcue."La única vez que Pío Baroja hizo voluntariamente de actor fue en la película <<Zalacaín el aventurero>> de 1928, perdida al día de hoy, pero de la que queda un fotograma en el que se ve a Baroja caracterizado para la ocasión, con su zamarrón y boina. Encarna a Egozcue, el Jabonero, uno de los legendarios componentes de la partida del cura Santa Cruz, a quien le dedica uno de sus excursos eruditos: <<el cura Santa Cruz y su partida>> (1918), donde relata cómo el cura asesinó a Egozcue. Don Pío aparece con la célebre bandera negra del cura a la espalda, la de la calavera y el <<Guerra sin cuartel>>, que veíamos de niños con asombro y temor en el Museo de Armas Carlistas de Pamplona". (Miguel Sánchez-Ostiz, "Derrotero de Pío Baroja").


Film "Santa Cruz, el cura guerrillero" y cartel del mismo.




NOTAS

(1) Es fundamental para comprender al personaje y las circunstancias que lo rodearon leer detenidamente el texto autobiográfico escrito por D. Manuel Santa Cruz en Pasto, Colombia, firmado el 16 de julio de 1916, que a continuación transcribimos, extraído del libro de Xabier Azurmendi, “El Cura Santa Cruz”. Idatz Ekintza, S.A. Bilbao, 1986 (biografía iniciada por el Padre D. Ignacio Ariztimuño Olaso):
Dios me ha hecho la gracia de vivir siempre con los Padres de la Compañía de Jesús, desde que me retiré de la guerra. Por esa razón se me ha pedido ahora que diera algunos datos sobre los ministerios en que me he ocupado, con el fin de reunirlos en un volumen y darlos a la publicidad.
Pero como mi vida anterior, en los que no la saben sino de oídas y por referencias falsas o exageradas, tiene que arrojar cierta sombra maléfica sobre todas mis cosas, he creído oportuno declarar brevemente los motivos que me impulsaron a lanzarme a una vida, tan ajena a mi profesión.

Para esto es necesario, ante todo, trasladarse a aquella época y conocer el ambiente que entonces se respiraba en las Provincias Vascongadas. La fe y la religiosidad han sido siempre proverbiales en aquella bendita tierra; y la creencia de que el triunfo de las armas carlistas era también el triunfo de la religión, venía a ser por entonces una persuasión íntima y general; y de estos dos sentimientos brotaba en aquellos corazones valientes y generosos un deseo irresistible de cooperar con sus fatigas y su sangre a la victoria final. Por lo que a mí me toca, sólo diré que estaba tan imbuído y penetrado de estas ideas, que me sucedió muchas veces pasar desvelado la noche pensando en ellas.

Mi vida de campaña comprende dos periodos: el primero, desde el primer levantamiento, a principios del año 72, hasta que caí prisionero en Aramayona; el segundo, desde el Adviento del mismo año hasta el mes de julio del 73.

En el primer periodo, yo no hice más que seguir a la compañía que capitaneaba Recondo: duró pocos días, y los soldados, por orden superior, fueron obligados a rendir las armas en Santesteban (Navarra). Entonces me puse yo a la cabeza de una partida: pero sólo con el fin de ensayar por mi mismo lo que en aquellas circunstancias se podría hacer. Caí prisionero: pero me fugué de la prisión el 12 de agosto del 72, y fui a Francia, donde permanecí hasta el mes de diciembre. Aquí fue donde yo me di cuenta exacta de la situación de las cosas. Comparaba lo que tenía delante de los ojos con lo que sucedió en la primera guerra, y veía que lo uno no era más que una repetición de lo otro.
Mientras el alto mando estaba en manos de Zumalacárregui, todo iba bien; se hacía guerra sin cuartel, porque así lo exigía la conducta del adversario: por lo mismo las tropas carlistas eran aguerridas, bien disciplinadas, y peleaban con aquella voluntad que sólo inspira el prestigio de los jefes, y no se conocía entonces aquella libertad de dejar las armas y retirarse cada uno a su casa, cuando le daba la gana. Pero le sucede Maroto, y luego se notan en él las señales de un traidor. Don Carlos, aconsejado por el sr. Obispo de León, da orden de fusilar a Maroto, pero luego la retracta: y el buen Obispo logra apenas escapar con vida y refugiarse en Francia. Y viene en seguida lo que era de esperar: la Marotada.
Este mismo era el aspecto de la cosas cuando yo estaba en Francia. Los mozos vagaban por las calles medio muertos de hambre, y sin que nadie se preocupara de ellos; los oficiales, por el contrario, vivían en los cafés, muy bien tratados y echando planes al por mayor; y entre los que tenían la alta dirección, no todos estaban dotados de aquella energía y talentos que son necesarios para tan altos puestos. En una palabra; se procuraba cubrir las apariencias; pero en realidad, la traición estaba tramada.

Y aquí me pregunto yo: ¿Con que título podían licenciar las tropas carlistas? Cuando los mozos se alistan en cumplimiento de alguna ley, tienen obligación de retirarse cuando el Gobierno lo ordene; pero los carlistas no tomaban las armas obligados por ninguna ley, sino voluntariamente y movidos solamente por la excelencia y la justicia de la causa que defendían, y por la confianza que abrigaban de conseguir su fin. Y así, mientras subsistiesen estas dos razones, nadie podía obligarles a desistir de su intento. Y ¿Quién puede decir que, al tiempo del convenio de Vergara o de la entrega de Amorebieta, faltaran gentes o medios de continuar la guerra con probabilidades de buen éxito? ¿No acudían en tropel los mozos, cuando veían aparecer en el campo algún hombre, que estuviese animado de sanas intenciones y de voluntad de vencer? ¿No sucedió esto con el cura Sierra? ¿Qué no hubiera conseguido éste, si, desoyendo órdenes inicuas, hubiera continuado en la lucha? ¿Qué hubiera sido de los liberales, si se hubieran puesto al frente de los carlistas muchos hombres de este temple?

He aquí, expuestas brevemente, las ideas que a mí me impulsaron a lanzarme por fin al campo.
Reuní, pues, mis muchachos; y lo primero que exigí de ellos fue un compromiso serio de no abandonar las filas a su capricho, como sucedía con lamentable frecuencia; lo segundo, una conducta ejemplar, la que convenía a los intereses sagrados que defendían. Gracias a Dios, solo a uno de ellos tuve que despachar por borracho y a otro, por haber correspondido con groserías a una pobre mujer que le dio hospedaje; y solo una vez tuve que cortar una mala conversación que entablaron en mi presencia mis oficiales.

Contra los espías tuve que proceder al principio con mucho rigor para imponer espanto; de lo contrario, me hubiera sido imposible dar un paso por ninguna parte. De otros rigores que empleé, no soy yo el que tengo la culpa, sino aquellos que me dieron causa justísima para ello.
¿Qué había de hacer yo con aquel espía, a quien llamaban Jacas, hombre astuto y que, como decían, valía por todo un regimiento? Le prendí en Anoeta, a media hora de Tolosa; allí, muy cerca, en Irura, había fuerzas liberales. Yo no tenía ánimo de fusilarle; pero él, con la intención de dar tiempo a que acudieran sus amigos, todo era exclamar en voz muy alta: "Santa Cruz!!! Santa Cruz!!! Por tres veces le intimé que se callara y que echara a andar; y las tres veces desobedeció mi orden; entonces mandé hacer fuego contra él. En cambio, los liberales acudieron enseguida ¿por qué habían de hacerlo prisionero y asesinarle a bayonetazos al párroco de Anoeta, que asistió a Jacas en sus últimos momentos?
Innumerables fueron los atropellos que cometieron los liberales con mis amigos. A mi hermana la metieron en la cárcel de Tolosa y la amenazaban con fusilarla. Para librarla, me adelanté con 20 muchachos hacia el camino de Tolosa, prendí a un coronel con cinco oficiales y los llevé atados a Irura, donde tenía mi gente. -Soltad enseguida a mi hermana, y no molestéis a mis amigos, porque me obligaréis a hacer lo mismo con los vuestros*.
[* ver nota nº 30]
A un padre y a su hijo asesinaron en Aya, solo por ser amigos míos. Por la misma razón dieron muerte a Muguerza, hombre honradísimo y muy querido en toda la provincia. Si en Endarlaza cayeron más de 30 carabineros, ellos tuvieron la culpa. Cuando yo me acerqué allí con mi gente, ellos levantaron bandera blanca; pero al acercarse algunos muchachos míos, les hicieron fuego a bocajarro y echaron a huir; entonces ordené a los míos hacer fuego; y solo tres escaparon con vida.
De mí no se diga nada; varias veces estuve en peligro de muerte; y en cierta ocasión introdujeron fraudulentamente a dos mozos liberales, que se vendían por amigos míos, pero que después resultó que venían armados secretamente, y dispuesto a asesinarme.
Pero lo que yo cuidé más que la misma vida, fue la honra. Atento siempre a no crear dificultades que me estorbasen los propósitos que tenía para más adelante, nunca quise estar solo, sino que siempre me acompañase un oficial; así pudo decir en cierta ocasión una honrada mujer: -De don Manuel dicen muchas cosas, pero ninguno le ha tachado de inmoralidad.
Por lo demás, estaba tan lejos de mi ánimo estos rigores, que me acuerdo bien de lo que me sucedió la primera vez que tuve que apelar a un paisano que faltó de su puesto al hacer la centinela; que tuve que volver la cara al otro lado para disimular las lágrimas.

Poco más de medio año llevaba de esta vida tan azarosa, cuando al fin me persuadí de que la causa estaba perdida. Aunque me cueste trabajo el decirlo, no daba don Carlos pruebas de ser muy conocedor de las personas, al rodearse de consejeros tan poco aptos y fieles a su señor.
Una vez que me decidí a retirarme, di noticia de ello a mis muchachos, con una pena que verdaderamente me arrancaba el alma. Nadie puede figurarse el amor que les cobré, precisamente por la fidelidad que siempre tuvieron. Si muchos supieran el amor que les tenía, no se extrañarían tanto del rigor con que castigaba a los que cometían alguna tropelía con ellos, como sucedió muchas veces.
Me retiré a Lila; hice enseguida Ejercicios; y desde allí mandé el dinero que aún tenía a don Luciano Mendizábal para que lo devolviese a las personas que yo le señalé, sin que yo me quedase con un céntimo.
No faltaron personas que, con el fin de alejarme, me hicieran insinuaciones de venirme a América, prometiéndome muy buenas recomendaciones y esperanzas de medrar y enriquecerme; pero a todas ellas contesté yo, que si iba a América, sería únicamente con el fin de hacer vida de misionero y consagrar todas mis fuerzas en provecho de las almas.
El Señor me ha cumplido estos deseos, y me ha dado a manos llenas trabajos con que santificar mi alma, y fruto abundantísimo, sobre todo en muchísimos indiecitos, a quienes Dios ha querido colmar de gracias por mi medio.

Sea todo para mayor gloria de Dios y de su Santísima Madre.

Manuel Ignacio Santa Cruz ”.
(2) La profunda aversión que Baroja sentía por Santa Cruz lleva al escritor a describirlo arbitrariamente de forma parcial y poco verídica en estos términos, en los que incurre en contradicciones: “Unicamente se distinguió por su crueldad y su fanatismo; mandó emplumar y apalear a mujeres; fusiló a una mujer embarazada en Arechavaleta; apaleó a oficiales carlistas, como el comandante Amilivia (sic); mató a tenientes suyos, de quien estaba celoso; fusiló a veintitrés carabineros y a su teniente en Endarlaza, a pesar de haberles ofrecido cuartel, y quemó y robó la estación de Beasaín […] A pesar de que los rasgos de su cara son correctos, tiene indicios de animalidad: los pómulos son muy anchos; los maxilares, fuertes; la frente, estrecha; la barba, negra, cerrada; las orejas, un tanto separadas del cráneo; hay algo de prognatismo de la mandíbula inferior. Tiene un rasgo que todos los que le conocieron lo recuerdan: es la mirada baja. Quizá es el hábito de hipocresía adquirido en el Seminario. Sea por lo que sea, este rasgo le caracteriza. En su vida de cabecilla tampoco mira de frente. Antes que nada es cura […] Por las fotografías, a mí me recuerda esos hombres que andaban antes por los pueblos comprando galones y oro viejo; tipos siniestros, muchas veces cómplices de crímenes […] Santa Cruz es un perturbado, tiene algo de santón. A pesar de su fuerza y de su cuerpo robusto, ha echado sangre por la boca. Está siempre inquieto y su miedo no le deja dormir. Teme hasta su sombra. Santa Cruz es un cabecilla de sacristía; constantemente está rezando el rosario y haciéndolo rezar a sus soldados. Santa Cruz nunca se lanza a primera línea, ni coge un arma; no tiene la embriaguez de la lucha, no le gustan las batallas. Su mando es sacristanesco; no tiene corneta de órdenes y sus disposiciones las da con un pañuelo […] Santa Cruz no es un estratégico, le falta el genio. Llega a tener cañones, pero no le sirven de nada. Llega a reunir diez y ocho compañías a sus órdenes, y no sabe qué hacer con ellas. En pequeño, el cura se parece al conde de España; tiene como él, sus taras de loco, y de loco sádico […] Como el cura no tiene simpatía, ni condiciones para arrastrar gente, le es necesario pactar con sus capitanes. Al mismo tiempo está celoso de ellos. Un momento, Soroeta se levanta sobre todos; el cura le prepara una celada para acabar con él. El general Loma encuentra a la partida de Soroeta y la ataca. Soroeta espera la ayuda del Cura, pero Santa Cruz no le ayuda, y Soroeta queda muerto en los montes, entre Lesaca y Oyarzun”.
Texto extraído de “Divagaciones Apasionadas”, de Pio Baroja. Ed. Caro Raggio. Madrid, 1985. Págs. 113-128.
A tal extremo llega la inconsistencia de Baroja a la hora de prejuzgar y vilipendiar a Santa Cruz que en su escrito anterior, fechado en 1918, ya daba por muerto al cura, anticipando su muerte nada menos que en ocho años.
Mucho más inaceptable aún es la afirmación demencial del sobrino del novelista, Julio Caro Baroja que se refirió a la organización criminal E.T.A como "un híbrido entre Mao y el cura Santa Cruz". Koldo San Sebastián, "Enderezando el bucle. Crónica del antinacionalismo vasco y memoria incompleta de una transición inconclusa". Alberdania, S.L. Irún, 2002. Pág. 111.
(3) Ramón Mª del Valle-Inclán. “Gerifaltes de antaño”. Biblioteca Valle-Inclán dirigida por Alonso Zamora Vicente. Círculo de lectores, S.A. Valencia, 1991. Pág. 48.
(4) Ramón Mª del Valle-Inclán, op. cit., pág. 75.
(5) Aunque es cierto que había una segunda bandera roja utilizada en la Partida, creemos que Unamuno confunde estas "dos" banderas con la única que aparece en este trabajo, a tenor del lema "Antes morir que rendirse" por él plasmado en su novela, que realmente es "Victoria ó Muerte"; tampoco las letras son blancas, sino rojas.
(6) Miguel de Unamuno. "Paz en la guerra". Biblioteca Unamuno. Alianza Editorial. Madrid, 2003. Págs. 129-133.
(7) Pío Baroja. “Zalacaín el aventurero. Historia de las Buenas Andanzas y Fortunas de Martín Zalacaín de Urbía”. Alianza Editorial. Biblioteca Baroja. Madrid 2004. Pág. 90.
(8) Recuérdense las coplas: "Elío vendió Bilbao / y Mendiri el Carrascal / Calderón el Montejurra / y Pérula lo demás".
(9) Benito Pérez Galdós. "De Cartago á Sagunto". Episodios Nacionales. Librería de Perlado, Páez y Compañía. Madrid, 1911. Pág. 158.
(10) Francisco Hernando. "La Campaña Carlista (1872 á 1876)". Jouby y Roger Editores. A. Roger y Chernoviz, Sucesores. París, 1877. Pág. 51.  
(11) Juan Ignacio Betelu Muñagorri, padrastro de Santa Cruz, nació en Berrobi en 1795. Casó en primeras nupcias 1821 con Dña. María Sebastiana Lopetedi Ernandosoro. Después de enviudar contrajo matrimonio con la madre de D. Manuel. Murió en Berrobi el año de 1861.
(12) Datos extraídos del formulario de búsqueda de registros sacramentales del Archivo Histórico Diocesano del Obispado de San Sebastián.
(13) Juan de Olazabal y Ramery. "El Cura Santa Cruz Guerrillero" (2 tomos). HORDAGO, S.A. Editorial Lur. San Sebastián, 1979. Pág. 71.
(14) El sacerdote D. Francisco Antonio Sasiain y Santa Cruz (1812- 1898) era primo carnal de D. Manuel Santa Cruz, ya que el padre de éste fue hermano de la madre del primero, Manuela Santa Cruz Sarobe. Varios autores creyeron a Sasiain tío de Santa Cruz debido a la gran disparidad de edades entre ambos, que se llevaban 30 años de diferencia.
(15) Gaétan Bernoville. “La Cruz Sangrienta. Historia del Cura Santa Cruz”. Traducción de F. Seminario. Librería Internacional de San Sebastián. Aldus, S.A. de Artes Gráficas. Santander, 1929 (?). Pág. 28.
(16) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 45-46.
(17) Amadeo de Saboya (Turín, 1845 - Turín, 1890) reinó en España desde 1870 a 1873. Era hijo de Víctor Manuel II de Italia, que anexionó a su recién creado reino los Estados Vaticanos, por lo que fue excomulgado por el Beato Pío IX.
(18) José María de Recondo y Aguirre (1816-1893) sirvió a Don Carlos V de Borbón en la 1ª Guerra Carlista donde obtuvo el grado de capitán, y tras la cual se acogió al Convenio de Vergara. Creado en 1872 Comandante General de Guipúzcoa, emigró tras el desastre de Oroquieta y el subsiguiente Convenio de Amorebieta.
(19) Xabier Azurmendi. “El Cura Santa Cruz”. Idatz Ekintza, S.A. Bilbao, 1986. Pág. 42.
(20) La derrota carlista en Oroquieta provocó que Carlos VII -quien había entrado en España por Navarra el día 2 de mayo- se viese obligado a regresar a Francia, el convenio de Amorebieta ratificado entre el general Serrano y la Diputación de Vizcaya, y la caída en desgracia del general Díaz de Rada. El convenio de Amorebieta disponía: «EJÉRCITO DE OPERACIONES DEL NORTE.-E. M. G. {El general liberal Francisco Serrano, Duque de la Torre,} » Habiendo conferenciando con los señores don Fausto de Urquizu y don Juan E. de Orúe, que lo hacían también en nombre del señor don Antonio de Arguinzóniz, miembros de la Diputación á guerra del Señorío de Vizcaya, acerca de los medios más honrosos de volver la paz á este país, victima hoy de la más desastrosa guerra civil, y ateniéndome á la proclama publicada al tomar el mando de este ejército de operaciones, bandos posteriores y haciendo uso de las facultades extraordinarias de que me hallo investido, vengo en conceder: 1º- Indulto de toda pena á los que levantados en armas en Vizcaya las entreguen, los que podrán volver á sus casas exentos de toda responsabilidad, y recibirán de los Alcaldes respectivos, debidamente autorizados por este Cuartel general, las correspondientes certificaciones de indulto. 2º- Quedan comprendidos en el indulto expresado, los miembros de la Diputación a guerra, sus empleados y dependientes y cualesquiera otras personas que hayan ejercido autoridad, cargo ó funciones, ó hubiesen intervenido ó contribuido directa o indirectamente al alzamiento, aunque hayan entrado en España procedentes de la emigración, y lo mismo los que hubieran abandonado su puesto ó destino. Los que quieran pasar á pais extranjero, serán garantizados en sus personas hasta la frontera. 3º- Respecto á las exacciones de fondos públicos que pertenezcan ó se relacionen con el Señorío, las juntas generales de Guernica, que se reunirán con arreglo á fuero, uso y costumbre, resolverán lo que proceda. 4º- Indultados todos los que tienen las armas en la mano y las entreguen, lo serán igualmente los jefes, oficiales, si los hubiere, y las clases de tropa que se hayan unido á las partidas, aunque procedan de la emigración. Los jefes y oficiales podrán volver á las filas del ejército en los empleos que disfrutaban antes de unirse al levantamiento. Las clases de tropa quedan á disposición del Gobierno, libres de las penas á que se hayan hecho acreedores. 5º- Los efectos de estas disposiciones se entenderán aplicados desde el momento que se entreguen las armas en los puntos que se marquen por mi autoridad, de acuerdo con la Diputación á guerra. 6º- Se comprometen los señores de la Diputación á guerra y demás representantes a evitar para lo sucesivo, en cuanto de ellos dependa, nuevos disturbios, insurrecciones ó levantamientos, que alteren la paz pública de la Provincia. Amorebieta 24 de Mayo de 1872.- Francisco Serrano. Conformes con este acuerdo, fecha ut supra: -y lo firman-Fausto de Urquizu.-Juan E. de Orúe".
(21) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 49.
(22) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 60.
(23) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 8.
(24) Ramón del Valle-Inclán, op. cit., pág. 76.
(25) Tras la fracasada intentona de tomar Aya los últimos días de enero de 1873, se convirtió Arichulegui en cuartel de las fuerzas santacrucistas. Gaétan Bernoville (“La Cruz Sangrienta. Historia del Cura Santa Cruz”. Pág. 239) describe Arichulegui en los siguientes términos: “Arrichulegui no puede decirse que sea un pueblo. A unos ocho kilómetros, en los flancos de una abrupta montaña, hay un grupo de cavernas y de agujeros de mina abandonados, y al pie unos cuantos caseríos esparcidos”.
(26) En momentos puntuales llegaría a los ochocientos hombres.
(27) Román Oyarzun. "Historia del Carlismo". Ed. facsímil. Editorial Maxtor. Valladolid, 2008. Pág. 292. "El extranjero" era Amadeo de Saboya.
(28) El Cuerpo de Estado Mayor del Ejército. “Narración Militar de la Guerra Carlista de 1869 á 1876”. Imprenta y Litografía del Depósito de la Guerra. Madrid, 1884. Tomo II, pág. 220. Carta dirigida al general Dorregaray por Don Carlos de Borbón, con fecha de 14 de diciembre de 1872.
(29) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 95
(30) Antes de este hecho, había detenido Santa Cruz un lujoso coche que transportaba entre otros al coronel de los Voluntarios de la Libertad y a su anciano padre. El cura les ofreció inmediatamente la libertad a cambio de la de su hermana, bajo palabra de honor, pero esta fue incumplida. A raíz de este suceso, Santa Cruz se vio obligado al golpe de mano perpetrado en Tolosa.
(31) Antonio Pirala. “Historia Contemporanea. Segunda Parte de la Guerra Civil. Anales desde 1843 hasta el fallecimiento de Don Alfonso XII". Ed. Felipe González Rojas. Madrid, 1891-1895. Tomo II, pág. 643.
(32) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 9.
(33) Según Azurmendi, el párroco de Anoeta, Don José Ramón Gaiztarro, fue conducido a Tolosa y allí asesinado por la Milicia Nacional “a bayonetazos”. Por el contrario, Pirala sostiene que el presbítero fue linchado hasta morir por el furioso gentío, que desbordó la protección que los milicianos le proporcionaron y tras cuyo homicidio fue incoado sumario.
(34) El cura Santa Cruz enterado de la recompensa ofrecida por Aguirre a su cabeza llego a exclamar: “Mucho me alegro que valga tanto mi cabeza. Mi hermana en Tolosa paga catorce reales, siendo grande dieciocho, por la cabeza del cerdo. Más que esto no puedo ofrecer por la cabeza del gobernador de San Sebastián."
(35) Luis Osta, coronel del Regimiento de Luchana, falleció a resultas del fuego carlista recibido en la acción de Ursúbil. Su hermanastro, graduado de subteniente, en venganza acuchilló a tres paisanos de Hernialde por el simple hecho de ser amigos de Santa Cruz. Algún tiempo después el joven Osta fue hecho prisionero, y Santa Cruz al informarse de quien se trataba, dio orden de fusilarlo en revancha.
(36) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 132-133.
(37) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 134.
(38) El general Antonio Lizárraga (Pamplona, 22-1-1817 – Roma, 7-XII-1877) participó como voluntario carlista durante la I Guerra, alcanzando el grado de oficial y al concluir esta se adhirió al convenio de Vergara. En 1872 es nombrado por Carlos VII comandante general de la Rioja y tras el convenio de Amorebieta, comandante general de Guipúzcoa. Entró en dicha provincia a principios de 1873 con siete hombres, logrando al poco reunir sesenta. Gaétan de Bernoville lo describe como “un jefe preciso, metódico y concienzudo, pero atormentado por un escrúpulo religioso que mezclaba constantemente en sus deliberaciones militares un elemento de turbación y ansiedad. Era el caso de conciencia hecho hombre. Don Carlos se reía a menudo de esta austeridad, que a él no le preocupaba. El estado de alma timorato y tibio de Lizárraga, se prestaba apenas al ejercicio de un mando militar y a las decisiones de una guerra como aquella, cuyo carácter fue especialmente atroz. Lizárraga conocía su oficio, pero temía ejercerlo. Para evitar los conflictos con su deber de estado, se entregaba a la oración”. No es de extrañar que pronto entrasen las personalidades de Lizárraga y Santa Cruz en conflicto, al ser uno excesivamente pacato y el otro pura energía. Lizárraga acompañó a don Carlos al exilio, muriendo en él. Estaba extendida en el campo carlista la broma: "El cura Santa Cruz debería ser general, y el general Lizárraga, cura".
(39) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 140.
(40) Valle-Inclán pone en boca de Santa Cruz la frase: “La guerra se perderá por los generales”; Ramón Mª del Valle-Inclán, op. cit., pág. 143. También Unamuno compartía la misma opinión: "Generalitos memos, uno chocho de puro viejo [Castor Andéchaga], otro de puro beato [Antonio Lizárraga], otro un fantasmón [Antonio Dorregaray], y allí mismo, en Loyola, chinchorrerías de etiqueta, que si me toca este sitio, que si aquél... Aquí quien hace falta es Santa Cruz..."; Miguel de Unamuno, op. cit., pág. 156.
(41) Pirala cifra, en el ataque a Deva, que la Partida de Santa Cruz estaba formada por unos 800 hombres.
(42) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 149.
(43) Biblioteca Digital de la Diputación Foral de Guipúzcoa. http://hdl.handle.net/10690/3187. (43-a) Biblioteca Digital de la Diputación Foral de Guipúzcoa. http://hdl.handle.net/10690/3187.
(44) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 207.
(45) Los espías llegaban a cobrar hasta 25 pesetas.
(46) Este famoso caso de la mujer fusilada por espía fue ampliamente divulgado por los liberales para acusar Santa Cruz de despiadado asesino, máxime cuando hicieron circular la noticia que Ana Josefa Garmendia, que así se llamaba la mujer, se hallaba embarazada. Santa Cruz posteriormente reconocería que ordenó su fusilamiento, ya que era espía reincidente, pero aseguró ignorar las circunstancias de su gravidez.
(47) A tal extremo se extralimitó Santa Cruz en sus manifiestos que llegó a firmar el 1 de julio de 1873 un manifiesto en el que anulaba “los poderes de los Ayuntamientos, que iban a celebrar, como de costumbre, sus asambleas anuales, y les amenazó con una multa de dos mil duros a todos los que asistiesen inculcando sus órdenes”. Gaétan Bernoville, op. cit., 237. También con fecha de 15 de marzo concibió un sello con la imagen de Carlos VII, que no fue admitido, proyectado en los siguientes términos: "efigie de Don Carlos algo terciada, mirando a la derecha, vistiendo de paisano sobre fondo circular de líneas horizontales. Una inscripción arqueada <<FRANQUEO>> en la parte superior en letras de color sobre fondo blanco y otra en la inferior <<ESPAÑA>> en letras blancas sobre fondo de color. En los ángulos interiores y dentro de cartelas <<1 rl>>". El 8 de junio emitió una orden que prohibía a partir del 1 de julio toda correspondencia sin sellos que reprodujesen la efigie de Don Carlos. "Revista Tradición". Nº 3, Septiembre de 1959. Barcelona. Apdo de Correos 5450. Depósito legal B. 10535-1959. Artículo "Filatelia carlista" firmado por Filos.
(48) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 182-183.
(49) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 180.
(50) No tuvo fortuna en su ataque Santa Cruz, pero logró aprisionar al capitán Montserrat, que se había distinguido en la defensa de la fábrica de Peñaplata, estando a punto de fusilarlo.
(51) Se dividieron las fuerzas de la Partida el 5 de febrero en Azcárate, yendo Santa Cruz hacia Oñate y Soroeta tomando el camino a Azcoitia.
(52) Enrique Roldán González. "Un Corresponsal en España. 50 Crónicas de la Tercera Guerra Carlista". Actas Editorial, Colección Luis Hernando de Larramendi. Madrid, 2009, pág. 52.
(53) José Loma y Arguelles. En 1874 ascendió a teniente general. Alfonso XII le concedió el marquesado del Oria. Datos extraídos de la obra de Melchor Ferrer, “Historia del Tradicionalismo Español”, Tomo XXV, Ed. Católica Española, S.A. Sevilla, 1958, pág. 65
(54) Faustino Fontela y Olay, nacido en Oviedo el 31 de marzo de 1826, falleció en Madrid el 10 de diciembre de 1913. Tuvo una relevante actuación en las guerras de África, en el Norte contra los carlistas y en Filipinas. Datos extraídos de la obra del marqués de Jaureguizar, “Relación de los poseedores del Castro y Palacio de Priaranza del Bierzo, de alguno de sus allegados y descendencia de ellos”, Ed. Fundación Jaureguizar, Madrid 1999, pág. 422. Fontela tenía a su cargo las guarniciones guipuzcoanas de Deva, Elgoibar, Elgueta y Salinas, dotadas cada una de ellas con 1 compañía del Batallón de Luchana y 16 miqueletes; su columna de persecución estaba compuesta por 6 compañías del Batallón de la Constitución, 2 piezas de montaña, 10 caballos y 6 guardias civiles. A. Pirala, op. cit., tomo II, págs. 658-659.
(55) Sebastián Soroeta. “Hombre muy simpático, vestía capa larga y llevaba sable; era el único jefe bien equipado que teníamos, porque los demás vestían de paisano; estimado de todos por su trato llano y servicial; su muerte fue muy sentida y constituyó una gran pérdida para la causa”. Extraído de la obra de Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 206.
(56) Varios autores. "El regimiento Numancia por sus campañas. 300 aniversario del Regimiento de Dragones de Numancia, 1707-2007". Ministerio de Defensa. Madrid, 2007. Pág. 173.
(57) El alcalde de Berástegui, Sr. Gorostidi, simpatizante liberal, había previamente huido de la localidad.
(58) Ramón Mª del Valle-Inclán en su “Gerifaltes de antaño” afirma que Santa Cruz dio orden de fusilar a Egozcue con el objeto de eliminar a un cabecilla que le podía hacer sombra, poniendo en boca del cura la frase siguiente: “Y para fin de traiciones, tienen que acabarse tantos cabecillas, y no quedar más que uno”. Op. cit, pág. 79.
(59) Antonio Pirala, op. cit., tomo II, pág. 761. Pirala nombra erróneamente a la hermana del cura como "Juana Josefa", aunque no cite que se tratase de su hermana. También nos surge la pregunta si el tal "D. Francisco Antonio de Senosiain" citado por el historiador no se trate realmente del primo y mentor de Santa Cruz, el sacerdote D. Francisco Antonio Sasiain.
(60) Modesto Lafuente y Juan Valera. "Historia General de España desde los Tiempos Primitivos hasta la muerte de Fernando VII por Don Modesto Lafuente continuada desde dicha Época hasta nuestros Días por Don Juan Valera". Montaner y Simón Editores. Barcelona, 1890. Tomo XXIV. Pág. 218.
(61) Se llegó a asociar en Vascongadas el nombre de Santa Cruz como sinónimo de terror. "<<Que viene el cura Santa Cruz>> es otra expresión que se pudo oír en el País Vasco. Todavía al comienzo del siglo XX, parece ser que en el País Vasco la evocación del terrible cabecilla carlista guipuzcoano Manuel Santa Cruz Loidi era suficiente para amedrentar a los niños espantados por este nuevo coco". Vicente Garmendia. "Algunos apellidos vascos en locuciones y refranes españoles". Sancho el Sabio: Revista de cultura e investigación vasca, Nº 29, 2008. pág. 235.
(62) Cruz Ochoa ingresó en la Partida el día 11 de mayo de 1873 como oficial de la misma. Pocos días después escribió un manifiesto publico titulado “A Mi Madre” en el que expone las razones que le impulsaron a incorporarse a las filas santacrucistas, ensalzando a su jefe. Fue célebre Ochoa por haber sido el primer diputado que gritase ¡Viva Don Carlos! en las Cortes, donde fue diputado por la Minoría Tradicionalista en la legislatura de 1871. Después de la guerra tomaría la carrera eclesiástica, llegando a ser canónigo de la Catedral de Toledo, ciudad en la que falleció en el año 1911.
(63) El cañón, que no pesaba más de 100 libras y disparaba granadas de 5 o 6 libras, fue regalado al cura por su amigo Isidro Ortiz de Urruela . Fue bautizado “mediomundo” por un soldado de la Partida que en cierta ocasión al cargárselo sobre sus espaldas para transportarlo afirmó “con este cañón venceremos a medio mundo”.
Encontramos otra referencia al cañón en la revista francesa "L'Illustration" en un artículo firmado por Gaetan Bernoville y recogido en el libro de Isidoro Medina Patiño, op. cit., pág. 42: "[...] Por toda artillería utilizaban [los de la Partida del cura Santa Cruz] una pequeña pieza fundida con un cañón de la guerra francoprusiana, obsequiado por mi abuelo [Isidro Ortiz de Urruela] carlista ferviente como él [Santa Cruz]".
(64) Francisco Apalategui Igarzabal. "Karlisten eta liberalen gerra-kontaerak. Relatos de guerra de carlistas y liberales". 2 tomos. AUSPOA Argitaletxea. Diputación Foral de Guipúzcoa. San Sebastián, 2005.. Tomo I. Pág. 234.
(65) El soldado Arandia, alias “Chango” era natural de Rentería, amén de ser el chistu y tamboril de la Partida.
(66) Jaime del Burgo. "Veteranos de la Causa". Editorial Española, S. A. San Sebastián, 1939. Pág. 149.
(67) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 283.
(68) Testimonio de José Domingo Aizpuru, recogido en el libro de Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 285.
(69) Antonio Pírala, op. cit., tomo II, pág. 853.
(70) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 287.
(71) Parece ser que el teniente no fue fusilado junto a sus subordinados, sino que tras la masacre se le trasladó a Vera de Bidasoa siendo allí ejecutado en su plaza mayor, después de haber tenido oportunidad de confesar ante un sacerdote. Así al menos lo relata un santacrucista llamado Severiano Azpeitia al periodista Antolín Cavada, quien firma para la revista dominical "Crónica" en su número de 9 de marzo de 1930 una entrevista con el antiguo carlista:
"[...] Era preciso que el escarmiento sonara trágicamente. Y así ordenó el guerrillero que le trasladáramos a Vera de Bidasoa. Reunióse el pueblo en la plaza principal y dijo Santa Cruz al condenado á muerte:
-Por tu culpa hemos matado á tus veinticuatro hombres, no por la mía... Prepárate a bien morir, que vas á comparecer ante Dios á dar cuenta de tu traición.
Y allí mismo confesóle el capellán de los guerrilleros, don Baldomero. y allí mismo, momentos después, una descarga de los carlistas tronchó sangrientamente su vida". 
"Crónica". Revista de la semana. Prensa Gráfica. Hermosilla, 57. Madrid.
(72) Fermín Muñoz Echabeguren. "Anales de la Segunda Guerra Carlista en San Sebastián. Cómo se vivió la guerra en la ciudad". Instituto Dr. Camino de Historia Donostiarra. Fundación Kutxa. Col. "Temas Donostiarras", nº 31. San Sebastián, 2002. Pág. 45.
(73) El monumento dedicado a los miembros del Cuerpo de Carabineros caídos en el ataque santacrucista a su cuartel de Enderlaza, levantado en 1913, fue derribado por las fuerzas del Requeté en el verano de 1936, ya comenzada la Guerra Civil. Ha sido recientemente restaurado. Contiene una una placa de mármol en la cual figuran los nombres y empleos de los carabineros caídos en acto de servicio. Estos se transcriben a continuación: "Teniente D. Valentín García / Sargento D. Juan Martín / Sargento D. Ignacio García / Cabo 1º Manuel Mendez / Cabo 2º Francisco Alvarez / Juan Jareño / Antonio de la Iglesia / Pablo Alonso / Francisco Pérez / Joaquin Castellanos / Pedro Cerviño / Perfecto Fernández / Doroteo Gutiérrez / Manuel Suárez / Antonio Alonso / Gabino Fernández / Juan Pazos / Ruperto Sáenz / Vicente Suraez / Ciriaco López / Antonio Valencia / José Santalices / Beningno Peginante / José Olaizola / Manuel Anteña / Antonio Romero / Antonio Pérez / Joaquín Breguez / Aniceto Alonso / Gabriel Romero / Pedro Muñoz / Francisco Cristóbal / josé Lara / Mariano del Barrio / Leoncio Calvo".
(74) El Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, op. cit., tomo III, pág.12-13.
(75) Juan José Amilibia, teniente coronel del Éjercito carlista, es incluído por Pirala en su obra histórica entre los más destacados conspiradores carlistas, desde la Revolución "Gloriosa" de 1868 hasta el alzamiento legitimista de 1872, en la provincia de Guipúzcoa. Desarmó a sus hombres tras la firma del convenio de Amorebieta (24-V-1872), consecuencia del desastre de Oroquieta (4-V-1872). Eso motivó el violento castigo impartido por el cura, que lo justifica de esta forma: "Verdad es que mandé azotar al coronel Amilibia, cerca de Francia, en Navarra, donde creía él que yo no lo alcanzaría. Pero ¿por qué lo azoté? Pues porque en el primer movimiento que hubo de guerra en Abril del 72, entregó su gente en Amorebieta. Por eso le di paliza. ¿Se entrega a la gente de aquella manera? ¿Pero y cuánto al modo? Para dar paliza a uno, hay que cogerle y después darle un poco duro donde duela y no haga daño. A Amilibia había que darle y se le dio. Se le puso en el suelo y se le azotó en el hemisferio y no en la espalda, no fuera que se le rompiera algún hueso". Xabier Azurmendi, Op. cit., págs. 299-300. En el momento del apaleamiento contaba Amilibia con setenta años.
(76) “Ojalatero” era el término con el cual los carlistas designaban a aquellos individuos, presumiblemente carlistas, que simplemente se limitaban a exclamar, de cuando en cuando “ojalá gane nuestro partido”, sin hacer nada más.
(77) Ramón Mª del Valle-Inclán en “Gerifaltes de antaño” pone en boca de uno de sus personajes liberales las frases “La República necesita que haga una degollina Santa Cruz. Los carlistas trabajan en las cortes europeas para obtener beligerancia […] Hace falta una degollina para presentar a los carlistas como hordas de bandoleros. Entonces Castelar alzará los brazos al cielo, jurando por la sangre de tantos mártires, y pasará una nota a todos los embajadores. Ahora la suprema diplomacia es ayudar al Cura”. Op. cit, págs. 55-56. La extensión de la veracidad de la sospecha que Valle-inclán realiza a la hora de acusar a los liberales de apoyar encubiertamente los desmanes de Santa Cruz no se podrá probar, pero es cosa acreditada que el alto mando carlista quiso por todos los medios apartar al cabecilla del caudillaje de su Partida. Por su parte, el diplomático y escritor D. Juan Valera escribe a su hermana con fecha de 31 de mayo de 1873: "No deseo, como tú, que triunfe en España Don Carlos. Todavía ni los francos, ni los rojos, ni los internacionalistas han hecho en parte alguna la décima parte de las atrocidades que está haciendo el cura Santa Cruz. Si esta fiera triunfase, tendríamos que salir a escape de España". Juan Valera, "Correspondencia". Volumen II (1862-1875). Editorial Castalia. Madrid, 2003. Pág. 539.
(78) Antonio Pirala, op. cit., tomo II, pág. 1011.
(79) Antonio Pirala, op. cit., tomo II, pág. 854-855.
(80) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 230.
(81) "La Ilustración Española y Americana". Año XVII-Nº XXV. Madrid, 1 de julio de 1873. Pág. 395.
(82) Julio de Urquijo. “La Cruz de Sangre. El Cura Santa Cruz. Pequeña rectificación histórica”. Imp. “Nueva Editorial”. San Sebastián, 1928. Pág. 39.
(83) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 252.
(84) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 342.
(85) Xabier azurmendi, op. cit., pág. 353.
(86) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 258.
(87) Debemos aclarar que cuando Boet escribe esto le había ya apartado de su lado Don Carlos por motivo del robo en Italia de un valiosísimo Toisón de Oro cuajado de diamantes, que había heredado de su tío el Duque de Módena.
Luis Carreras. "El Rey de los Carlistas. Revelaciones del General Boet sobre la guerra Civil y la Emigración. Cartas escritas a El Diluvio de Barcelona". Imprenta El Principado. Barcelona, 1880. Pág. 28.
(88) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 346.
(89) Román Oyarzun, op. cit., pág. 303.
(90) Gaétan Bernoville, op. cit., pág. 276.
(91) Ezcurrechea sería fusilado posteriormente por orden de Lizárraga, hacia el 10 de diciembre en Vidania.
(92) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 399-400.
(93) El Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, op. cit., tomo III, pág. 20.
(94) Ana de Sagrera. "La Duquesa de Madrid, (última Reina de los carlistas)". Impreso en los Talleres Mossén Alcover. Palma de Mallorca, 1969. Pág. 336.
(95) Cabrerista: seguidor de Cabrera, traidor a Carlos VII. Ramón Cabrera y Griñó (Tortosa, 1806 - Inglaterra, 1877), combatió en la primera y segunda guerras carlistas, llegando a alcanzar el grado de teniente general y siendo recompensado por Carlos V de Borbón con el título de conde de Morella y por Carlos VI con el marquesado del Ter. Casó en el exilio con una hacendada dama británica de religión protestante; el transcurso del tiempo y las adversidades políticas hicieron que paulatinamente fueran enfriándose sus convicciones carlistas. Carlos VII le ofreció liderar su causa, pero Cabrera se negó a ello, reconociendo a la sazón a Alfonso de Borbón como rey de España, el cual le convalidó todos los títulos, grados y honores obtenidos en el campo carlista. Carlos VII escribió sobre él en sus "Memorias y Diario": "Cabrera: un indio, una fiera, receloso, malo, falso, valiente, gran golpe de vista, ninguna instrucción, penetración, no sabe explicarse; pero yo creo que lo hace con toda malicia; se contradice, y a mí me odia porque me teme, y es masón". "Memorias y Diario de Carlos VII". Prólogo, Notas, Biografías y Apéndice de Bruno Ramos Martínez. Imp. Europa. Madrid, 1957. Pág. 310. Reproducimos a continuación el manifiesto redactado por Cabrera en el que se somete al rey constitucional.

(96) Don Carlos VII en carta autógrafa dirigida al comandante general de Guipúzcoa, Hermenegildo Cevallos, expuso su firme rechazo a Santa Cruz, dando total crédito a las acusaciones vertidas contra el cabecilla: "Mi querido Cevallos: Debo prevenirte para tu gobierno, y para que lo hagas saber á los voluntarios y á la provincia de Guipúzcoa, que considero como traidores á todos los que ayudan al cura Santa Cruz en sus inícuas maquinaciones; que si la vez anterior fuí clemente, no lo seré en adelante con los que desoigan mi voz. -Dios te guarde, y cuenta siempre con el cariño de tu afectísimo Carlos. -Cuartel Real de las Cruces 28 de febrero de 1874". A. Pirala, op. cit., tomo III, pág. 145.
(97) Las autoridades carlistas temían un regreso a España de Santa Cruz. Sospechando que éste, no estando conforme con el ostracismo del que era objeto, estaba preparando una fuerza de 300 hombres para volver a España, el comandante general de Guipúzcoa, Hermenegildo Cevallos escribió la alocución siguiente a modo de advertencia: "¡Voluntarios! ¡Habitantes de la provincia de Guipúzcoa! Un hombre nacido entre vosotros, revestido del sagrado carácter sacerdotal, que ha peleado durante algún tiempo por nuestra bandera, pretende osado introducir la perturbación y la desconfianza entre vosotros, calumniando á los leales y fingiendo ser el único representante del Rey N.S. y de los intereses de Guipúzcoa. No hace mucho tiempo habéis visto al presbítero don Manuel Santa Cruz implorar la clemencia de nuestro soberano, compremeter su palabra de honor de no volver á perturbar el país, y faltar después a ella, teniendo que huir á Francia ante las bayonetas de nuestros bravos voluntarios; y ahora se propone de nuevo probar fortuna, engañando á incautos carlistas, exponiéndolos á la deshonra y á una muerte segura. Instrumento ciego de pasiones bastardas y demás conciábulos tenebrosos, no titubea en aumentar los horrores de la guerra civil en la hermosa provincia donde nació. ¡Guipuzcoanos! Vosotros que al mágico grito de Religión, Patria, Rey y Fueros, habéis sabido hacer heróicos sacrificios de sangre y de dinero por hacer triunfar tan sagrados objetos, sabréis también mirar con desprecio la falacia de nuestros enemigos. Pero esto no basta. Es necesario que reunidos todos, armados y desarmados, jóvenes y viejos, contribuyamos á desbaratar los inicuos planes de nuestros adversarios: es menester que el que no pueda oponerse á su tránsito, prevenga á la fuerza más inmediata para su captura y exterminio. En una época no lejana pretendió el presbítero Santa Cruz dar la victoria á nuestros enemigos, consiguiendo abrirles paso por el punto que ocupaba una fuerza guipuzcoana; y ahora que nuestros hermanos tienen empeñada una lucha suprema cerca de Bilbao, vuelve de nuevo á ensayar su traidor intento. ¡Guipuzcoanos! Las autoridades que el Rey N.S. y la misma provincia han puesto á vuestro frente, velan por vosotros, y la Divina Providencia nos protege: tened confianza. Por mi parte, para prevenir á los incautos y para que nadie pueda alegar ignorancia, en virtud de las facultades que el Rey N.S. me tiene conferidas, dispongo lo siguiente: El artículo 26 del tratado 8º, título 10 de las reales ordenanzas dice: <<Los que emprendieren cualquier sedición, conspiración o motín, ó induzcan á cometer estos delitos contra mi real servicio, seguridad de mis plazas y países de mis dominios, contra la tropa, su comandante ó sus oficiales, serán pasados por las armas en cualquier número que sean; y los que hubieren tenido noticia y no lo delaten luego que puedan, sufrirán la misma pena>>. En su consecuencia, el presbítero don Manuel Santa Cruz y los que le acompañen serán pasados por las armas después de haber recibido los auxsilios espirituales. Cuartel general de Azpeitia 27 de febrero de 1874". A. Pirala, op. cit., tomo III, pág.144.
(98) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 420-421.
(99) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 427.
(100) Julio de Urquijo. "La Cruz de Sangre. El Cura Santa Cruz, pequeña rectificación histórica". Imp. Nueva Editorial, S.A. San Sebastián, 1928. Págs. 61-62.
(101) Conde de Melgar. "Veinte Años con Don Carlos. Memorias de su Secretario el Conde de Melgar". Espasa-Calpe, S.A. Madrid, 1940. Pág. 83.

(102) Isidoro Medina Patiño. "Don Manuel. El temible cura guerrillero". Edita Fundación Manuel Ignacio Santa Cruz Loydi. Impresión: Visión Creativa (Pasto, Colombia). 2ª edición, mayo de 2005. Pág. 234.
(103)
Vicente Garmendia. "Memorias levemente apócrifas del cura Santa Cruz". Hiria liburuak. San Sebastián, 2007. Pág. 151.
(104) Deseando ahondar en este aspecto, nos pusimos en contacto con Isidoro Medina Patiño, de Colombia -historiador experto en la figura de Santa Cruz y autor del libro "Don Manuel, el temible cura Guerrillero"-, quien con suma amabilidad nos facilitó la respuesta siguiente, con fecha de 25 de febrero de 2011: "El Departamento de Nariño en el Sur de Colombia que antes de la Independencia era una Nación Española autónoma llamada "San Juan de Pasto" y que despúes de muchas guerras desaparecio para siempre desde el 2 de enero de 1829 es una Región que hasta nuestros días siente gran admiración por España y sus habitantes son fanáticos religiosos y creyentes de Dios y la Virgen. En Pasto hay una iglesia en cada manzana y cabe destacar la antigua Catedral de San Juan donde reposan los restos de todos los Españoles conquistadores entre ellos el de Don Hernando de Ahumada hermano mayor de Santa Teresa de Jesús y todos sus descendientes. Con mi corto comentario quiero hacer énfasis en que esta es una población amante de la Virgen y admiradores de los hombres santos que alguna vez visitaron esta tierra como fue el caso de Don Manuel Ignacio Santacruz Loydi, y es por ello que en su pueblo de San Ignacio se le venera y muchos enfermos de cancer y de otras enfermedades acuden a buscar su sanación fisica y espiritual tocando la lápida donde se encuentra hasta nuestros días su restos mortales. Independiente de que allí se encuentre su cuerpo en la Iglesia y en algunas casa del pueblo guarda sus casullas y demás vestimentas que de alguna manera prácticamente tiende a desaparecer". 
El Sr. Medina Patiño asegura en el mencionado libro que un asistente del cura Santa Cruz, llamado Juan de Medellín, sirviéndose de unas tijeras cortó el dedo índice perteneciente a la mano derecha de Don Manuel mientras velaba su cadaver antes de ser sepultado, y lo guardó en un frasquito con sustancias conservantes. Medellín, diagnosticado con un cáncer estomacal logró superar la enfermedad mediante la ingesta por las mañanas de polvo procedente del dedo amputado -que se procuraba raspándolo- diluido en un vaso de agua.
(105) Entrevista publicada en su integridad -de la que nosotros hemos extraído únicamente las preguntas y respuestas concernientes a Santa Cruz-, en “Biblioteca Popular Carlista”/Septiembre de 1895, tomo III, págs. 100-102.
(106) Francisco Apalategui Igarzabal, op. cit., tomo I, pág. 95.
(107) Existe el precedente que durante la Primera Guerra Carlista, el general Cabrera mandase izar una bandera negra con dos tibias durante el sitio que soportó en Morella.

(108) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 89.
(109) Juan de Olazabal y Ramery, op. cit., pág. 95
(110) Juan de Olazabal y Ramery, op. cit., 231.
(111) Al morir en 1909 Carlos VII la colección de banderas de Loredán comienza un novelesco periplo, que es narrado por Manuel de Santa Cruz (seudónimo empleado por Alberto Ruiz de Galarreta) en su obra “Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español 1939-1966”, Gráficas Gonther, Madrid, 1979, tomo 1, pág. 124-125: “Después de la Segunda Guerra Carlista esta bandera [se refiere a la bandera “Generalísima”], bordada por Doña María Francisca de Braganza -primera esposa de Don Carlos V-, y principal enseña histórica carlista] y otras famosas, como las del Cura Santa Cruz, fueron a parar al Palacio de Loredán, donde se conservaron dignamente. A la muerte de Don Carlos VII, su esposa, Doña Berta, tan despegada de las cosas del Carlismo, hallándose en dificultades económicas, las vendió a bajo precio a unos anticuarios parisinos. Inmediatamente antes de la guerra de 1936, un judío inglés llamado Midletton las adquirió para tenerlas a punto en sus pretensiones amorosas a una princesa de la estirpe carlista, pero ésta no le hizo el menor caso y se casó posteriormente con un diplomático italiano que fue embajador en Madrid. Al empezar la Cruzada, Don Luis Arellano, abogado pamplonés de gran habilidad política, entró en contacto con el tal Midletton y le convenció para que regalara las banderas a la familia Baleztena y no a la Comunión Tradicionalista como inicialmente había pensado. A cambio, parece que se habló de gestionar para el inglés una valiosa condecoración española. Pero al relatar éste asunto, de manera en todo coincidente con la narración de la Señorita Lola Baleztena, el Conde de Rodezno dice en sus memorias que la secreta intención de Midletton al regalar las banderas era buscar una eficaz representación a Don Nicolás Franco, para montar con él una operación de rescate del oro que los rojos habían sacado al extranjero. Pero ésta pretensión no tuvo más fortuna que la dirigida a la princesa carlista".
El autor de la anterior información cuando alude a “una princesa de la estirpe carlista”, se refiere a la Archiduquesa Doña Margarita de Habsburgo-Lorena y Borbón, nieta de S. M. Don Carlos VII, quién casó en 1937 con el marqués Francesco Taliani di Marchio, embajador de Italia en España.
"Vanguardia Española", 19 de mayo de 1939 
Profundizando en este mismo tema sobre el devenir de las banderas del Palacio de Loredán veamos lo que dejó consignado el conde de Melgar, secretario de Carlos VII, en su interesante obra "Veinte años con Don Carlos. Memorias de su Secretario el Conde de Melgar", Ed. Espasa-Calpe, S.A. Madrid, 1940, pág. 181: "Para alejar a su esposo no sólo de la familia, sino del partido, la segunda Duquesa de Madrid decidió, "para limpiar de basuras el Palacio de Loredan", destruir todo los archivos que piadosamente se conservaban en los desvanes y que abarcaban interesantísimas correspondencias de D. Carlos V, Carlos VI y Carlos VII. Hizo bajar las inmensas arcas que contenían las preciosas reliquias, entregando al fuego su contenido. Quince días, los últimos que yo pasé en Venecia, duró aquel áuto de fe. Tímidamente me decidí un día a observar a don Carlos si no sería conveniente que hiciéramos un expurgó él y yo para salvar lo que mereciera conservarse. - Ya lo ha examinado todo María Berta- me contestó- ; dice que ahí no hay más que cuentas de la lavandera y de la cocinera. Asi desapareció aquel tesoro. Mucho me temo que hayan corrido suerte parecida los trofeos de la guerra que eran el orgullo del Palacio de Loredán. Don Carlos dejó éste en su testamento a su viuda, diciendo que podía disponer de todo su contenido, excepto de los objetos del Cuarto de Banderas, los cuales le legaba solamente en usufructo con la obligación de pasar la propiedad a su hijo cuando ella muriese. Habiendo doña María Berta vendido el Palacio de Loredán - en condiciones malísimas por cierto - ignoro dónde habrán ido a parar los gloriosos trofeos. Don Jaime ha escrito a Venecia varias veces para saberlo y la contestación ha sido siempre que la Princesa había depositado aquella herencia de gloria en un guardamuebles, de donde podrían ser retirados a su muerte."
Es cierto que al morir Don Carlos VII, dejó dispuesto en su testamento que sus bienes pasaran a su viuda Doña María Berta, a excepción de los objetos que contenía la “Sala de Banderas”, que únicamente le legaba en usufructo y que a su muerte debían pasar a Don Jaime de Borbón cuando ella falleciese. Doña Berta vendió el edificio y su contenido a la actriz de cine Lyda Borelli,"la divina Borelli" que casó con el conde Cini -la operación de compraventa se efectuó en la década de 1910, ya que Mynna, la primogénita del aristócrata  y de la actriz nació en el palacio de Loredán en 1920-. Después la reina carlista marcharía a vivir a Viena, donde murió el 13 de enero de 1945. El conde de Melgar, sin embargo, se equivocó al pronosticar que Doña Berta hubiese sido capaz de haber mandado quemar las banderas.
A continuación transcribimos parte del testamento vital de Don Carlos VII -en lo concerniente al legado de sus banderas-, otorgado en su palacio de Loredán, el 27 de abril de 1906 (texto extraído del diario "ABC" en su edición de 20 de noviembre de 1910): "A mi hijo entrego el estandarte real de mi abuelo Carlos V y las banderas gloriosas que salvé yo mismo, llevándolas á tierra extranjera, para que un día, triunfantes y hermosas, ondeen de nuevo bajo el viento de mi estimada patria. Estas reliquias no se las doy como trofeos de guerras, sino como símbolo de mi inquebrantable fidelidad y abnegación y como testimonio de nuestro brillante pasado y de nuestro hermoso porvenir... Mando á mi hijo que, después de muerta mi estimada esposa, doña María Berta, y sola guardadora de estas banderas mientras viva, se posesione de ellas y las considere el tesoro más grande de su herencia".
Los hermanos Ignacio y Dolores Baleztena Ascárate crearon en 1940 -con el conjunto de banderas procedentes de Loredán que tan generosamente había cedido Mr. William Taylor Middleton, y otros fondos que habían podido reunir procedentes de diferentes Círculos Carlistas, familias de raigambre legitimista o de jefes militares que habían combatido en la Guerra Civil Española de 1936- el denominado "Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona", ubicado en un caserón que otrora había albergado un seminario en la calle del Mercado, de la capital navarra.
El devenir del malogrado Museo, que definitivamente cerró sus puertas en la década de 1960, es referido en parte por José Fermín Garralda Arizcun en su trabajo, hoy inédito, "El Carlismo en Navarra y Pamplona. 175 años de Historia y actualidad", en los siguientes términos: "Los objetos entregados en depósito eran numerosos, pues ocupaban las cuatro plantas del Seminario de San Juan (que albergaban ocho salas, biblioteca y capilla) hasta que el edificio se declaró en semiruina. Luego el museo pudo trasladarse a la ciudadela, lo que no se hizo porque el Ayuntamiento de Pamplona incumplió el Decreto del 21-V-1964 (BOE nº 129, 29-V-1964). Ni el Ayuntamiento de Pamplona ni la Diputación de Navarra, se preocuparon de dicho museo, cuidado con esmero y el debido gasto por la familia Baleztena. En 1975 era depositaria la ilustre dama Dolores Baleztena. Tras una exposición celebrada en el Palacio de Valle-Santoro, en Sanguesa, del 19 de marzo al 5 de abril de 1976, y habiéndose depositado interinamente los objetos en casa de una tía de don Javier Mª Pascual, en 1977 estos fueron sustraidos por unos señores con una furgoneta bajo el pretexto de que aquello era patrimonio carlista, dejándolos en el desván del Círculo Carlista de Sanguesa. Hubo un juicio, que fue muy mal llevado por la parte perdedora, y los tribunales dieron la razón a los seguidores de don Carlos Hugo ("Diario de Navarra", 28-VIII-1985). Desde luego, esto no justificaba de manera alguna lo ocurrido anteriormente. Después este museo se llevó al Círculo de Tolosa (Guipúzcoa), situado en la Calle San Francisco nº 1". 
Los fondos expoliados a los que hace referencia Garralda -tras la exposición en Sanguesa organizada por los señores Javier Beunza y Juan Pedro Arraiza- no comprenden la totalidad del antiguo Museo de Recuerdos Históricos. Es cierto que se trataba de un conjunto de un inmenso valor histórico ya que incluía la bandera "Generalísima", el uniforme y espada de Carlos VII, entre otros -que el Partido Carlista ha cedido ahora en depósito al proyectado Museo del Carlismo de Estella-, pero sigue siendo fundamental el grupo de reliquias carlistas aún en poder de la familia Baleztena, -particularmente banderas, como la del Batallón de Guías del Rey o la del los Voluntarios Realistas de Navarra- y las custodiadas por el Museo de Tabar.
(112) Aparece incluida en el “Catálogo de Banderas del Museo de Recuerdos Históricos”, con el número 22, con la descripción: "Bandera del Cura Santa Cruz (1872-1876). De seda negra. Sirvió en Guipúzcoa para llevar a cabo el alzamiento de voluntarios realistas a las órdenes del cura D. Manuel Santa Cruz. En el anverso en letras rojas <<Guerra sin Cuartel>>, y en el reverso, en rojo también <<VICTORIA O MUERTE>>". “Catálogo de banderas. Museo de Recuerdos Históricos. Pamplona. Número 1” Pamplona, Gráficas Bescansa, 1942. El lector fácilmente podrá observar que es errónea la datación de la bandera “1872-1876”, ya que la partida fue disuelta en 1873.
(113) Reproducimos a continuación la breve descripción de la bandera que se hace en el folleto “Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona”, de Dolores Baleztena, Temas Españoles nº 205, Ed. “Publicaciones Españolas". Madrid, 1955, pág.15: “Destaca en ella [la sala del Cura Santa Cruz] la bandera de su famosa partida con el desesperado lema escrito en rojo sobre fondo negro Victoria o Muerte. Diversas fotografías le reproducen de cura joven en Hernialde; de guerrillero rodeado de sus incondicionales <<guizones>>, y últimamente, ya anciano, de misionero jesuita en Colombia”.
(114) Bástenos para sostener que la Bandera de Santa Cruz despertaba gran interés entre los visitantes del antiguo Museo de Recuerdos Históricos esta noticia aparecida el 17-I-1954 en el diario "ABC" con ocasión de la Visita de la Sección Femenina al Museo:

(115) Xabier Azurmendi, op. cit., pág. 164.
(116) Juan de Olazabal y Ramery, op. cit., pág. 95.
(117) Juan de Olazabal y Ramery, op. cit., pág. 96.
(118) Don Carlos se instala en 1882 en el palacio de Loredán, tras serle cedido por su madre Doña Beatriz de Austria-Este.
(119) Julio de Urquijo, op. cit.,pág. 60-61.
(120) “El Estandarte Real”, en su número correspondiente a diciembre de 1890, reseña la bandera de Santa Cruz en los siguientes términos: "En el centro, entre las dos puertas, bandera del 1er. Batallón del Maestrazgo; debajo, asomando y tapada por la anterior, la bandera negra de D. Manuel Santa Cruz, que le fue quitada por las fuerzas Reales al mando del Marqués de Valde-Espina, al declarársele rebelde”. La publicación “El Estandarte Real: Revista político-militar ilustrada” de filiación carlista editó a instancias de Carlos VII una interesante serie de cuatro láminas dibujadas por el artista veneciano Luigi Gasparini reproduciendo cada uno de los lienzos de pared que integraban el “Cuarto de Banderas” del Palacio de Loredán, seguidas de una breve descripción de los objetos trazados. El primer número de “El Estandarte Real”, salió publicado en Barcelona el 1 de abril de 1889 bajo la dirección política de Francisco de P. Oller y la artística de Paciano Ross. De periodicidad mensual se publicaron 39 números, el último de los cuales correspondió a junio de 1892. Los precios de suscripción eran los siguientes: un año, 7,50 pesetas; seis meses, 4 pesetas; extranjero y ultramar un año, 12 pesetas.
(121) Francisco de Melgar, conde de Melgar. "Pequeña Historia de las Guerras Carlistas". Editorial Gómez. Pamplona, 1958. Pág. 130
(122) General Luis Redondo y Comandante Juan de Zabala. "El Requeté. (La Tradición no muere)". Ed. AHR. Barcelona, 1957. Pág. 249.
(123) Se tasó la bandera de la Partida del Cura Santa Cruz en 186.000 euros a efectos de seguro con la compañía "Zurich Seguros".
(124) Figura realizada en plomo y tamaño de 6o mm. por el donostiarra Eduardo García Lope, pintor de soldados de plomo y miniaturas militares. El autor especifica en carta remitida a su adquiriente, Iñigo Pérez de Rada, la información siguiente: "La figura es una modificación hecha a partir de un soldado de las partidas carlistas. Tratándose de tropas irregulares, esto es de guerrilleros, no vestían uniforme sino ropa civil. El soldado original lleva un fusil al hombro, de modo que sustituí el fusil por el estandarte que fabriqué yo mismo con chapa de estaño para la tela y alambre grueso para los astiles que lo componen. He seguido rigurosamente el modelo original que puede verse en las fotografías [publicadas en esta web]. En cuanto al dibujo, el texto, los colores y por supuesto las proporciones, he seguido también fielmente el original. Solamente existen dos modelos de esta figura que realicé en febrero de 2010".